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S er pobre en un mundo rico resulta doblemente triste. Y es lo que les ocurre a esos 2.800 millones de seres humanos que, hoy, en plena abundancia, cuando se vive un período de extraordinaria bonanza económica, sobreviven con menos de dos dólares diarios. Al menos eso es lo que establece el más reciente informe hecho público por el Banco Mundial -«Informe sobre el desarrollo mundial 2000/2001: lucha contra la pobreza»-, en donde también podemos encontrar datos tan espeluznantes como el que deja claro que en ese universo de miseria, ocho de cada cien niños mueren antes de cumplir los cinco años. El que casi la mitad de la población del planeta viva en la indigencia pone ante todo de relieve dos hechos: el primero, que no existe auténtica voluntad de remediar la pobreza en un mundo que contaría con más que sobrados recursos para hacerlo; y también la absoluta ineficacia de una «caridad» definitivamente mal entendida que lo único que persigue es acallar unas conciencias que deberían estar condenadas al remordimiento. En circunstancias como las actuales, lo peor del asunto es que el enorme desarrollo de las sociedades más avanzadas conlleva casi paralelamente el que las más pobres tengan cada vez más difícil su incorporación al mundo desarrollado. Pensemos que la falta de verdadero poder político de los ciudadanos de los países pobres, su vulnerabilidad ante las crisis económicas, su indefensión ante la enfermedad y las catástrofes naturales, les relega a un papel de lamentables espectadores de su propia miseria. Naturalmente que no estamos hablando de un sino fatal. Sería suficiente con aliviar la deuda de esos países pobres y, sobre todo, con garantizar una política global -esa sí sería una globalización respetable- que fomentara la integración en lo económico de ricos y pobres y su consecuente acceso a la prosperidad. Desgraciadamente, hay que decir que vemos lejano ese día, en el que la miseria se contemple como un problema de todos, y una vergüenza para quienes pudiendo ponerle fin no lo hacen.