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Han sido necesarios cerca de treinta años para que se empezara a hablar en voz alta, y en serio, de los crímenes y atropellos perpetrados al amparo de las dictaduras que en los 70 estaban instaladas en distintos países del Cono Sur americano. Aflora ahora a la luz lo que unos sabían sobradamente y otros se negaban a admitir en una especie de remedo pudoroso que, sobre inútil, resulta en estos casos contraproducente. La mejor forma de prevenirse contra el horror es mostrarlo, hacerlo público. Y en ese sentido hay que ver con buenos ojos esa posible iniciativa de la UNESCO, en orden a hacerse cargo de los archivos de las dictaduras latinoamericanas, actualmente depositados en el Palacio de Justicia de Asunción, Paraguay, y popularmente conocidos como los «archivos de la represión». Estos archivos del horror "banco de datos del terror, le han llamado algunos" proceden del acuerdo llevado a cabo por los dictadores de Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, hermanados en una especie de macabra Santa Alianza, con el fin de extender los tentáculos de la represión de manera supranacional. El llamado Plan Cóndor tenía como objetivo hacer desaparecer, sin reparar en medios, a los mutuos enemigos de los firmamtes del acuerdo, se hallaran en donde se hallaran. Atentados como el que costó la vida al chileno general Prats obedecen a la eficacia de esta infame política. Una plan general que, como es lógico, generó toneladas de papel, archivado desde entonces por común acuerdo en la capital de Paraguay. Entendemos que tiene una doble importancia el que un organismo internacional como la UNESCO se haga con dichos archivos, tanto por lo que respecta al buen uso que se pueda hacer en las causas que se sigan tras la consulta de los mismos, como para garantizar su posible «no desaparición». Tal vez sólo una reserva nos hace temer por que la iniciativa de la UNESCO lleguen a buen puerto. Y es que, obviamente, al airearse determinados asuntos, saldrían a la luz aspectos relacionados con la política de Estados Unidos del momento, que en tantas ocasiones sirvió como catalizador, cuando no impulsora, de las dictaduras. Y, por descontado, eso es algo que el Departamento de Estado Norteamericano no tiene el menor interés en que se sepa.