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Todos sabemos que un proceso de paz entre países o regiones enfrentados desde hace décadas no es sencillo, ni rápido, ni gratis. Hay que pagar un precio, demasiadas veces elevadísimo, para conseguir la paz donde antes sólo había violencia, un odio secular y modos antagónicos de ver las cosas. Lo hemos visto en Irlanda del Norte, que parece avanzar por el camino correcto, aunque a pasos diminutos, y lo estamos viendo ahora mismo en Israel.

La decisión, en 1948, de la ONU de crear un Estado propio para los judíos del mundo entero al terminar la Segunda Guerra Mundial fue aplaudida por la mayoría de los países occidentales como un intento de evitar que situaciones históricas como el holocausto volvieran a repetirse, pero la ubicación del nuevo país en lo que para los hebreos es la tierra prometida cayó como una bomba en el mundo árabe.

Y ese enfrentamiento continúa hoy, amplificado después de que el Estado de Israel se ha convertido con los años en una primerísima potencia militar, se ha visto envuelto en varias guerras con todos los países que le rodean y se ha anexionado territorios que antaño pertenecían a naciones árabes.

El lunes el Parlamento israelí "de mayoría progresista" accedió a traspasar tres pueblos a la Autoridad Palestina como medio de reactivar el proceso de paz. Pero nada más lejos. La férrea oposición de la derecha judía y la coincidencia con el 52 aniversario de la creación del Estado de Israel terminaron por encender un polvorín que ya ha dejado cuatro muertos y que devuelve la región a los peores años de la Intifada.

Difícil salida tiene este conflicto en el que unos y otros se disputan los mismos territorios e idénticos derechos. Sólo la determinación de convivir en paz y de reconocer más las semejanzas que las diferencias podrá vencer los obstáculos que enfrentan a dos pueblos tan iguales y tan distintos.