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Tras un juicio largo, penoso y con la presencia de decenas de testigos que dijeron y desdijeron toda clase de cosas, el caso de Lasa y Zabala llegó ayer a su fin con la sentencia que condena al general Enrique Rodríguez Galindo a 71 años de cárcel, al ex gobernador civil de Guipúzcoa Julen Elgorriaga a 69 años y al teniente coronel Àngel Vaquero a 67 años. La decisión de la Audiencia Nacional ha sido, en cierto modo, salomónica, pues el fallo recoge la convicción de que «otras personas» participaron en el secuestro, las torturas y el asesinato de los dos jóvenes vascos, pero opta por no dar credibilidad a la acusación de pertenencia a banda armada que pendía sobre los acusados.

La Audiencia condena también a los guardias civiles Enrique Dorado y Felipe Bayo a 67 años de prisión, pero absuelve al ex secretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera y al abogado Jorge Argote del delito de encubrimiento. Los condenados, siguiendo la conducta que han llevado hasta ahora y durante el juicio, han vuelto a proclamar su inocencia y han anunciado recursos legales a la sentencia.

Sin embargo, a pesar de sus proclamas, la noticia es un duro golpe no sólo para los condenados y sus familiares, sino para un país entero que confiaba y debe confiar en sus instituciones. Que al general más condecorado de la nación por su incansable lucha contra el terrorismo le caigan más de setenta años de cárcel por secuestro y asesinato no deja de ser una desgracia, porque desde hace más de veinte años este país está asentado en una democracia que vela por la presunción de inocencia y los derechos más elementales de todos sus ciudadanos. Por eso es triste saber que la respuesta de estos funcionarios para acabar con el terrorismo incluía la salvajada de secuestrar, torturar y asesinar a dos chicos de veinte años supuestamente vinculados a ETA.