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Juan Alomar Serra. Médico. Enfermedades crónicas. Así se anunciaba el doctor Alomar, plausible profesional cuyo nombre se popularizó por tratar las enfermedades de origen sexual. Y es que en aquellos años aún se miraba el cuerpo como cárcel tenebrosa del alma y contra él toda lucha fue lícita. Si su presencia se imponía, había que combatirlo con cilicios y mortificaciones. Obsesionados con los pecados de la carne, eran muchos quienes paseaban por la Plaza de la Reina con la malsana intención de percibir con alevosía una cara conocida entre aquéllos que subían las escaleras de la consulta del doctor Alomar.

Y he aquí que Celestino del Valle, conspicuo funcionario, veíase juzgado una y otra vez por aquéllos que no comprendían que, en su solitario trayecto vital, aspirase como ser humano al placer que para él era urgente y omnipresente aunque no tiránico. Otros, como Celestino, pensaban que ser libre era sinónimo de correr riesgos porque sus inquietas papilas no reducían sus apetencias a una cama matrimonial apresurada y monótona que derivaba de las ideas cristianas de sus mujeres que reducían el sexo a ridículos límites.

Así pues, abatían puentes levadizos como aquéllos que necesitaban sentirse presa de lazos que atan a seres desconocidos. Junto a la entrada, aquél que sólo percibía la oscuridad, oía los pasos de quienes, en voz baja, contaban su propia historia. Era entonces cuando recordaba al amigo que prefería una comida excelsa y larga en la que no degustaba postres.