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Montando serena guardia en el muelle, impasible el ademán, dejaba que fluyese el tiempo y comenzase a divisarse allá por la cima de nuestras montañas la primera luz de la mañana. Como el pescador que monta la enhiesta caña en la escollera e, impertérrito, aguarda el milagro. Así trabajaba en aquellos años el fotógrafo de Cardona, en expectante inmovilidad. A través de la red del pescador, deshilacha un mensaje lleno de apacibilidad. La imagen inspira una extraña sensación de serenidad, una ralentización del transcurso de nuestra ajetreada vida.

Nos habla de la vastedad del espacio, de la vida que nos rodea y nosotros ignoramos. Y es que nuestras vidas están envilecidas por redes que atrapan de manera generosa la duda. Por eso, las extrañas y expresionistas sombras aumentan la sensación de soledad cuando nos detenemos en esa parte nuestra de la ciudad que, en el fondo, limita con lo desconocido. Allí, frente a la bahía y lejos de las calles que nos arropan con sus ruidos y prisas, con sus edificios fríos y acolmenados, no podemos más que detenernos a pensar.

Es posible, entonces, transitar de una idea a otra, de una sensación a otra a merced de la luz y a través de la meditación contemplativa más allá del espacio y del tiempo. Santiago Rusiñol en su obra «L'Illa de la Calma» mencionaba el panorama que divisamos en la imagen captada por Planas Montanyà de la mítica silueta de la Catedral y parte de la bahía. Pensaba Rusiñol que el Paraíso se encontraba en el hecho de saber armonizar la conciencia de uno mismo con la cosmología de los signos que se encierran en el paisaje. Es éste, un espacio de probabilidades donde cada elemento constituye la aventura del arte.