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El presidente de los Estados Unidos estudia la posibilidad de que se suspendan las ejecuciones a nivel federal, en tanto se abre un debate sobre la cuestión y se revisa tan compleja situación. Lo malo es que la decisión de Clinton en orden a suspender la aplicación de la pena de muerte no se produce ni por la convicción de que se trata de un castigo bárbaro y desproporcionado, ni por la presión que gobiernos y organizaciones humanitarias de todo el mundo hayan llevado sobre la Casa Blanca en tal sentido. No. Todo se debe a lo que ha ocurrido en el Estado de Illinois. Allí, desde el restablecimiento de la pena capital en 1976 se ha aplicado el castigo a 12 convictos, pero desde 1987, nada menos que 13 condenados que esperaban en el corredor de la muerte fueron exonerados como resultado de apelaciones, investigaciones periodísticas o presentación de nuevas pruebas que probaban su inocencia. Algo que nos parece aterrador y preocupante. Aterrador, porque invita a meditar en torno al gran número de casos en lso que en Illinois y en cualquier otro lugar del país se ha llevado legalmente a la muerte a un inocente. Y preocupante, porque duele reconocer que en el seno de la más avanzada sociedad del planeta, la iniciativa encaminada a acabar con una tan brutal pena no haya partido del poder político, de los rectores sociales, sino como consecuencia de iniciativas paralelas, por cierto algunas procedentes de la esfera de la tan denostada prensa. Casi 600 condenados han sido ejecutados en los Estados Unidos desde que el Tribunal Supremo en la fecha ya citada reinstauró la posibilidad de eliminar legalmente a un ser humano. A nuestro juicio, nadie, ni uno solo de ellos merecería tan cruel castigo; pero si además pensamos en la posibilidad de su inocencia tan sólo podemos aferrarnos a un viejo argumento: la pena de muerte debe ser en cualquier caso rechazada, aunque sólo sea por su carácter irreversible. Mal que bien, se puede restituir el honor, la libertad, el tiempo perdido, pero jamás la vida arrebatada.