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Planas retrata el instante. Lo atrapa en fracciones de segundo. Quizá sea esa la esencia del trabajo del fotógrafo; acertar decisivamente en la diana del instante. Lo que significa, de alguna manera, la guerra a lo efímero. El fotógrafo recuerda la secuencia como un parpadeo en el que no se ha percibido la oscuridad cuando ya se ha vuelto a la luz. Como un cazador experto, comprobó lo sugestivo de la secuencia al contemplar un rostro que contaba en voz baja su propia historia.

Quería resucitar de esos cuerpos la disponibilidad compartida; el breve repertorio de sensaciones y expresiones que el sexo acapara, sea cual sea la denominación gestual. Y es que, por medio del cuerpo y su lenguaje, la palabra se concreta.

Las manos son como el espejo del alma, desnudas y expresivas. Por pura intuición cualquiera descifra el mensaje de las manos sin mayores honduras... Tal vez por eso, los tímidos tienen la invencible tendencia de meter las manos en los bolsillos. Es ése un último recurso para ocultar la prueba de su interioridad. O No.

Es ésta, también una crónica del pasado que tiene el valor de su propia anecdotidad e inconsistencia aunque, en el fondo, es una prueba gráfica de una Palma de antaño donde aún existían tranviarios que lucían su uniforme por las calles mientras tomaban resuello si el pandemonium de tráfico y de gentes a su alrededor. Una ciudad en la que todos se conocían. Por lo que el tranviario pidióle a Planas que quitase la foto del mostrador de su tienda porque «pel carrer li feien befa».