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El presidente norteamericano Bill Clinton ha aprovechado la celebración de la Asamblea General de Naciones Unidas para pedir que la organización internacional actúe con mayor diligencia en aquellos casos en los que la ocasión lo requiera, a fin de evitar matanzas y atropellos de los derechos humanos. Clinton no hace sino sumarse al coro de líderes mundiales que reclaman un papel más relevante de la ONU a la hora de intervenir en cualquier lugar del mundo, para así prevenir atrocidades contra poblaciones enteras o el que éstas sean forzadas al exilio.

Lo que no deja de llamar la atención -y es a la vez muestra de la hipocresía que reserva Estados Unidos para sus relaciones internacionales- es que el mandatario norteamericano haya elegido la sede de la ONU para su petición, cuando la última intervención de las tropas de su país, en Kosovo, se produjo sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Cierto que se debe esperar más de una ONU aletargada, y con escasa capacidad de respuesta y habitualmente sometida a las decisiones de Washington. Pero no lo es menos que pesa sobre los Estados Unidos la sospecha de que sus ya famosas intervenciones «por razones humanitarias», responden a actuaciones de conveniencia, dictadas al compás de sus intereses económicos y geopolíticos.

Clinton dice querer una ONU fuerte pero hay que repasar lo que ocurre -y existen bastantes ejemplos en el pasado- cuando determinadas decisiones de la ONU entran en colisión con los intereses americanos en distintas partes del mundo. En suma, la respuesta al problema no es otra que la creación de un frente común entre el país más poderoso del planeta, y la organización en la que están representadas la mayoría de naciones del mismo. Sin egoísmos, ni falsas políticas. Todo lo demás no es sino pura palabrería.