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Está previsto que el Congreso de los Diputados debata el próximo mes de septiembre el nuevo texto de la Ley de Extranjería, que pasará al pleno en octubre. Buena falta hace, ya que los últimos y lamentables acontecimientos han puesto una vez más de relieve que "otros factores aparte" la citada ley está necesitada de una severa reforma. Aprobada en 1985, la Ley de Extranjería se convirtió rápidamente en un texto semiinútil que nadie defiende con especial interés, pero que tampoco nadie ha hecho hasta ahora lo más mínimo para reformar con cierta sensatez. Aunque aprobada por el primer Gobierno socialista, todos los que han venido después "recuerden el «estreno» del PP al respecto, historia de un avión que transportaba repatriados semidrogados incluida" la han mantenido, limitándose a hacer un relativo mal uso de ella, es decir, dando por buenas sus fallas. Así, nos hallamos ante un texto legal que permite, por ejemplo, aberraciones tales como que un inmigrante que lleva 30 años viviendo y trabajando en nuestro país no tenga derecho a pensión, por la simple razón de que no coinciden las fechas del permiso de trabajo con las de residencia. O más comúnmente que, en razón a errores de bulto en su articulado, existan personas «sin papeles», algo prácticamente increíble en un Estado de derecho. La ley debe reformarse, y aunque tenga parte de razón el ministro del Interior cuando dice que son las actitudes y no las leyes las que evitan los brotes xenófobos, no hay que olvidar que la ley siempre debe ir por delante. Porque entre otras cosas, una ley más ajustada, más comprensiva, en suma mejor, evitaría conductas frías y escasamente humanas por parte de la maquinaria administrativa. Los derechos de los extranjeros deben garantizarse y sus deberes, exigirse. Sólo de esta forma, en los tiempos que se avecinan, podremos mirar las cosas con cierta tranquilidad.