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La dimisión en pleno de la Comisión Europea ha abocado a la Unión a una crisis inédita y vuelve a poner de relieve las múltiples carencias de que adolece un funcionamiento en exceso burocratizado y con unos mecanismos de control muy peculiares. Si bien es cierto que el Parlamento Europeo ha presionado en los últimos meses, ha tenido que ser un informe de un comité de sabios independientes el que haya precipitado la salida del equipo de Santer. Un documento, por cierto, demoledor en el que se pone de manifiesto que algo falla en un organismo que permite, más por omisión que por decisión en la mayor parte de los casos, que se produzcan casos de favoritismo, fraude o corrupción.

Lo cierto es que la incidencia de la crisis en los mercados y en la calle ha sido mínima y la razón estriba en que no se produce un vacío de poder preocupante. El actual equipo de comisarios se mantiene en la interinidad a la espera de la decisión de los jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros, que son, al fin y al cabo, los que realmente tienen el poder.

Aunque es verdad que la crisis no se produce en el mejor momento, ya que nos encontramos en plena negociación de la Agenda 2000. Incluso hay quien considera que la Comisión era la principal valedora de los intereses de los países del sur, entre ellos España.

En cualquier caso, ya se han producido reacciones que piden una profunda reforma de las estructuras comunitarias, entre ellas la del primer ministro británico, Tony Blair. Tal vez el principal problema sea el de establecer no un nuevo equipo de gestores, sino unos mecanismos válidos que permitan un control más exhaustivo y eficaz de la labor de la Comisión y ahí, tal vez, debería ejercer un papel determinante el Parlamento.