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Seguramente, gran parte de la fama que tiene hoy ese establecimiento penitenciario de El Dorado se la deba a un preso ilustre, «Papillón», conocido por sus fugas, seis o siete a lo largo de los trece años de su particular travesía por el camino de podredumbre "así denomima a este periodo" que lo llevó de cárcel en cárcel, todo por un delito que, según él, no cometió, pero de lo que el implacable fiscal Pradel se encargó de convencer al jurado. Contrariamente a otras veces, «Papillón» no se fugó de este penal, pues, sin tiempo para preparar una nueva huida, le llegó la libertad concedida por el Gobierno de Venezuela, país en el que no había cometido ningún delito, salvo sobrevivir a quienes le estaban persiguiendo desde su ultima huida, Georgetown.

Nosotros hemos llegado a El Dorado por aire, en dos etapas: Caracas-Ciudad Bolívar y Ciudad Bolívar-El Dorado. Pilotaban el pequeño avión el comandante Silvestre, un joven navarro que vive en Caracas desde hace seis años, y el cónsul general de España en Venezuela, Santiago Martínez-Caro. Tres de sus seis plazas iban ocupadas por el senador del PP Manuel Jaén Palacios, por el vicecónsul español en Ciudad Bolívar y por quien suscribe. El único incidente que tuvimos se produjo a punto de tomar tierra en la pista de El Dorado, estrecha, relativamente corta, sin torre de control y sin señalizar, al cruzarse en nuestro camino un perro al que casi rebanamos con la hélice izquierda. En lo que nos tomábamos un café en Ciudad Bolívar, el vicecónsul nos había dicho que los presos españoles nos estarían esperando en un barracón. «Así quedamos el día que los vine a visitar, hace una semana aproximadamente». Jaén Palacios, en un sobre, lleva seis cheques nominales de 85 dólares cada uno, firmados por el cónsul, que hace cuentas entregar a los reclusos españoles a poco que los tenga delante de él.