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Uno de los muchos fenómenos que delatan la inmadurez de la democracia española lo constituye sin duda la dificultad "por emplear un término suave" que inevitablemente se presenta a la hora de proveer altos cargos en las distintas instancias del Estado. En estos casos, los partidos acostumbran a exhibir una especie de egoísmo patrimonial, actuando como si el colocar a uno de «sus» candidatos determinara la parcial actuación del organismo correspondiente. Parecidos comportamientos y dilaciones injustificables se han producido en lo concerniente al Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas, o el Defensor del Pueblo. Ahora, tras una interinidad prolongada por espacio de diez meses, se ha producido finalmente la elección de un nuevo presidente del Tribunal Constitucional. No ha sido el parto de los montes, pero sí ha conformado un penoso ejemplo del sectarismo de los partidos mayoritarios, y de la escasa altura de miras de los dirigentes políticos, cuando del interés de todos se trata. Deberían comprender los dirigentes políticos que al actuar con tan patente mezquindad en cuestiones como éstas, contribuyen directamente a desprestigiar el alto organismo del que se trate, en este caso el Tribunal Constitucional. La elección del catedrático de Derecho Constitucional, Pedro Cruz Villalón, como presidente, parte, pues, hasta cierto punto ensombrecida por el maniobreo que la ha precedido. Esperemos que todo acabe aquí. Por más que las «sospechas» de progresismo que sobre él tiene la derecha, van a contribuir indiscutiblemente a complicar las cosas. Algo muy lamentable si tenemos en cuenta que nos podríamos hallar en puertas de algunas reformas en el texto constitucional. Sin duda, Cruz Villalón va a necesitar para el ejercicio de su cargo, de energía y autoridad, a fin de que quede claro que el alto Tribunal no puede ser objeto de instrumentalización partidista alguna. Algo tan evidente, es una lástima que nos veamos obligados a repetirlo.