Se antoja una lógica habitual en tiempos de pandemia: abrir el grifo cuando se cree posible y cerrarlo cuando la evolución de la enfermedad se descontrola. | Efe

TW
0

Todos quisieron ser Israel el 15 de junio, cuando en su territorio dejó de ser obligatorio el uso de la mascarilla, quince días después de que el gobierno decidiera retirar la práctica totalidad de las restricciones, similares a las puestas en marcha en nuestro entorno. El contexto invitaba a ello, hacía tiempo que los contagios iban en claro descenso así como el número de fallecidos. De las cifras de vacunación, poco que decir. Gracias a sus acuerdos que le han granjeado un trato prioritario, Israel ha vacunado a su sociedad –al menos la parte que ha consentido hacerlo, puesto que a los ultraortodoxos nadie les va a convencer– en un tiempo récord.

La realidad invitaba al optimismo; sin embargo cinco días después todo se paralizó. El Ministerio de Salud anunció entonces que dan marcha atrás y vuelven a imponer la obligatoriedad del uso de la mascarilla, en interiores y exteriores, en algunas zonas concretas del país. El detonante han sido varios brotes localizados, todos ellos en centros educativos, que han incrementado los datos hasta unos índices inaceptables para las autoridades, que no se han detenido aquí. El alza, posiblemente influida por la creciente incidencia de la llamada variante delta, los sitúa en índices del mes de abril, y a diez días vista de la retirada las mascarillas estas han vuelto a ser obligatorias en los interiores de todo el país.

Este sábado se retiran las mascarillas en los exteriores en España, y en la línea de la advertencia pregonada por los expertos como Fernando Simón o Javier Arranz, un repunte de las cifras que todos ya lamentablemente conocemos tras un año y medio de pandemia provocaría de forma irremediable un retroceso en el alivio de las restricciones y las medidas de seguridad, por ejemplo retomar la utilización de la mascarilla en espacios públicos al aire libre.

Noticias relacionadas

El caso de Israel de fer anques enrere con respecto a las medidas para controlar un virus tan volátil como este no es único. Algunos recordarán que en el verano de 2020 el ocio nocturno estuvo operativo durante un tiempo en Baleares, si bien con muchas limitaciones de aforo y horario, entre otras.

Otra vez la mejoría de la situación invitaba a tomar decisiones en consecuencia, pero un repunte de las infecciones condujo rápidamente a rectificar el mencionado bálsamo para empresarios, trabajadores y ciudadanos en general. Se antoja una lógica habitual en tiempos de pandemia: abrir el grifo cuando se cree posible y cerrarlo cuando la evolución de la enfermedad se descontrola, confiando en una futura apertura que un día será definitiva.

Para darle un toque de optimismo siempre nos quedará Gibraltar, el peñón británico de los confines de la Península Ibérica que se destapó la boca a finales del pasado mes de marzo, y todavía no ha visto derruido su sueño de libertad. En Gibraltar incluso le quitan la mascarilla a los camareros que han recibido ya las dos dosis de la vacuna contra la COVID-19, una medida que se garantizará a través de controles aleatorios e incluso la amenaza de la pérdida de licencia de actividad.

Pero, ¿cuál es la situación en el Peñon? Hace meses que están instalados en los 94 fallecidos, durante largo tiempo no han contado con contagiados en sus camas de hospital y de UCI, y desde el inicio de la pandemia han sufrido unas 4.300 infecciones en una población que no llega a los 34.000 residentes.