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Este fin de semana pasado, desde las seis de la tarde del viernes a las seis de la tarde del lunes, los dos millones y medio de habitantes de la ciudad de Brisbane, en el estado de Queensland, Australia, más algunos municipios vecinos, fueron confinados en sus casas, con la prohibición terminante de salir. Annastacia Palaszczuk, la primera ministra de la región tomó la medida contundente, mucho más severa que la acordada también el viernes por nuestra presidenta balear, Francina Armengol, que cerró bares y restaurantes durante dos semanas.

Otras regiones de Australia cerraron sus puertas a los viajeros procedentes de Queensland, mientras que en Sídney los aceptan si se hacen test el primero, el quinto y el duodécimo día después de la llegada.

Sin embargo, mientras en Queensland el confinamiento de Brisbane fue la respuesta a un único caso de COVID-19, registrado el jueves cuando un empleado de la limpieza de un hotel dio positivo, en Baleares sólo cerramos los bares dos semanas, sin confinar, pese a que tenemos setecientos nuevos casos de coronavirus diarios. Hay más diferencias: en Brisbane saben y admiten que ese único caso pertenece a la variante inglesa del virus, más contagiosa, y aquí en Baleares, pese a que estamos más expuestos a esta mutación, lo ignoramos todo, supongo porque «ojos que no ven, corazón que no siente».

Queensland es una región australiana de cinco millones de habitantes. Desde que se inició la pandemia, ha registrado sólo seis muertes por coronavirus. La vida en Brisbane, dado el aislamiento férreo al que ha sido sometida Australia, se ha desarrollado hasta ahora con absoluta normalidad, salvo por el aislamiento del resto del mundo. Los medios de comunicación apenas hablan del virus, porque la vida discurre casi normalmente.

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Australia, que tiene 25 millones de habitantes, vive su día a día al margen de la pandemia, aunque sus aerolíneas prácticamente no operan fuera del país. Sin embargo, el lado positivo es que sólo ha tenido 900 muertos por el virus, a una distancia sideral de lo que ocurre en cualquier país europeo, excepto Escandinavia.

Muy al principio, tanto en Australia, Tailandia, Nueva Zelanda como en Vietnam, la reacción ante el virus fue cerrar las fronteras. En Europa, en cambio, se creyó que era una medida exagerada. Ningún país o región se aisló. Las autoridades sanitarias de Baleares, tras la aparición del primer contagiado, allá por febrero, acudieron a un acto en Marratxí para calmar a los vecinos. Les dijeron que teníamos protocolos para estos casos y que no había motivos para preocuparse, que ese virus nunca llegaría aquí. «Ni está ni se le espera», dijo el responsable de virología de nuestro Govern, que, por supuesto, sigue en su puesto.

En nuestra Europa, en España, incluso en Baleares, desde el primer momento, el debate ha sido entre salvar la economía o salvar la salud. Al final, hemos hundido la economía, tenemos un saldo de víctimas impresionante y encima un año después estamos tan aislados como ellos.

Les voy a dar un dato que probablemente nos ilumine definitivamente sobre por qué en Australia las cosas se han hecho de otra manera: inmediatamente después de que Annastacia Palaszczuk anunciara su decisión de confinar Brisbane durante tres días, compareció Scott Morrison, el primer ministro de toda Australia para expresar su satisfacción y apoyo por la decisión de Palaszczuk, que había comenzado a ser cuestionada por parte de algunos agentes sociales. Morrison dijo que celebraba la «medida proporcionada» que adoptó la región de Queensland. «Proporcionada»: ¡un caso, dos millones y medio de confinados! Si esto hubiera ocurrido en España, no hubiéramos dudado ni un segundo: Palaszczuk y Morrison tienen que ser del mismo partido político, porque de otra manera la habría puesto de vuelta y media. Sin embargo, Morrison pertenece al Partido Liberal de centro derecha, mientras que Palaszczuk es Labor (allí lo escriben sin la ‘u’), o sea izquierdas.