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EFE-WASHINGTON La quiebra de General Motors (GM) supone la caída del gigante industrial que mejor ha representado el modelo capitalista estadounidense hasta el punto de que en su época de esplendor, la salud de GM se equiparó con la de todo el país. A principios de los años de la década de 1950, Estados Unidos estaba en la cima del mundo. El país seguía disfrutando la victoria en la Segunda Guerra Mundial y se disputaba el liderazgo con la emergente Unión Soviética.

La maquinaria industrial estadounidense funcionaba a plena capacidad y las factorías de General Motors (que durante la guerra se concentraron en la producción de material bélico) escupían automóviles a una velocidad vertiginosa para satisfacer el sueño americano. En 1954, su cuota de mercado en Estados Unidos había alcanzado su punto álgido, 54 por ciento, y había producido el vehículo número 50 millones. Millones de familias en todo el país dependían económicamente de General Motors.

La ligazón entre GM y el país era tal que en 1953 el entonces presidente estadounidense, Dwight Eisenhower, nombró al presidente de General Motors, Charles E. Wilson, secretario de Defensa. Según la biografía oficial del Departamento de Defensa, durante su proceso de confirmación en el Senado, Wilson asoció el futuro de Estados Unidos y General Motors. Preguntado si como secretario de Defensa podría tomar decisiones contrarias a los intereses de su compañía, Wilson dijo que sí, «porque durante años pensé que lo que era bueno para el país era bueno para General Motors, y viceversa».

Durante décadas, la declaración de Wilson pareció irrefutable. La empresa había sido fundada en 1908 por William Durant y en sus primeros años de existencia engulló otros fabricantes como Buick, Oldsmobile, Cadillac y GMC. Pero la empresa realmente no despegó hasta que en 1923 Alfred Sloan fue nombrado presidente. Sloan disparó la cuota de mercado del 12% al 41% en 1941 y expandió internacionalmente la compañía con la compra de la británica Vauxhall en 1925 y la alemana Opel en 1929.