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Estamos oficialmente en precampaña electoral. Y digo oficialmente porque no sé ustedes, pero el que les escribe tiene la sensación de encontrarse en precampaña todos los días a diario desde hace unos cuantos años. Basta ver el ruido mediático que rodea a nuestra clase política que, ya metidos de hoz y coz en el mercado persa, entre descalificación y descalificación, prometen lo inimaginable. Y no es porque estemos en un año en el que se van a dar dos convocatorias electorales críticas, no, sino porque en su largo proceso de reflexión es ahora cuando «han caído en la cuenta» de que, o conectan con las preocupaciones reales de sus electores, o ya pueden irse despidiendo de, o no aspirar a, sueldos, prebendas y coches oficiales. Dicho sea esto desde el respeto más absoluto y en estrictos términos de ironía.

Y en el lote de promesas: la vivienda, cómo no. Un proyecto de ley en plena ebullición y que acompañan con cientos de consignas y promesas que nos asaltan todos los días. Que si zonas tensionadas y restricciones en las revisiones futuras de renta, que si avales para jóvenes para facilitar la financiación (yo doy 15%, veo tu 15% y subo a 20%...), que si 150.000 viviendas de promoción pública. Unos y otros prometen a brochazo limpio ante la evidente satisfacción del contribuyente que ve cuán bien y eficientemente se estira su contribución fiscal.

Se echa de menos a alguien que, bisturí en mano, sosiegue el debate y analice las causas que contribuyen a esa escasez y carestía de la vivienda en nuestro país y, por qué no, el impacto que las viviendas de uso turístico (VUT) puedan tener en la situación. Máxime cuando estudios recientes demuestran que en los barrios turísticos de nuestras ciudades por cada cien habitantes ya contamos con más de 22 plazas (oficiales) de VUT, llegando en algunos barrios de nuestras capitales a más de 90 plazas de VUT por cien habitantes (¡!). No creo que alguien con un mínimo de conocimientos de economía pueda negar el impacto que en los precios tiene retirar de la oferta más de una quinta parte de las viviendas; y ya no hablemos si estás retirando más del cincuenta por ciento.

Rebuscando entre los artículos que desde hace años se me viene permitiendo publicar en este medio, encontré uno del 2018 (Turismo y bipolaridad) en el que, sin ánimo de ser agorero, ya entonces ponía sobre la mesa que la oferta descontrolada de VUT impactaría en el mercado de la vivienda, favoreciendo la expulsión de los residentes de sus poblaciones (la tristemente famosa gentrificación), la desertización (desnaturalización) del comercio local, la sobrecarga de los espacios y servicios públicos, las molestias a los vecinos… Han pasado cinco años y los efectos, lejos de estar controlados, aparecen desbocados. El mercado es infinitamente más dinámico y ágil que los mecanismos de regulación y control. Algunos se siguen escudando en que esto supone la «democratización del turismo»; bueno, pues si a cambio aceptan la «anarquización del mercado de la vivienda», que les aproveche. No se podía saber, dirán algunos. ¡¿Qué no se podía saber?! Por fortuna el latín tiene la virtud de, en muy pocas palabras, resumir principios sólidos como piedras. Y aquí les dejo mi reflexión: frente a los que no supieron adivinar a dónde nos puede llevar todo esto, un buen ciudadano romano esgrimiría la máxima propriam turpitudinem allegans non auditur (que no se escuche a quien alega su propia torpeza). Ahí lo dejo.