El artista ha ofrecido una velada inolvidable en el Auditòrium de Palma. | Pere Bota

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Finales de los ochenta, dentro de un viejo cuatro por cuatro viaja el niño que fui, tratando de asimilar una lección de ‘política emocional’, que era la forma en la que mi padre entendía la música. Mientras conducía introdujo una cinta en el casete que no se parecía a nada de lo que moraba en la guantera. Fuera arreciaba la tormenta, dentro y al compás de los limpiaparabrisas sonaba Y la lluvia seguía cayendo en la ciudad.

Escuchar aquella canción, sobreimpresa en el verde paisaje que serpentea los acantilados de la Costa Brava es una estampa que se ha quedado a vivir en mí. Infestada de clarividencia, la música de Víctor Manuel suena con una sencillez rotunda y contemporánea, reflejada en una sonoridad que evoca, con una fuerte personalidad propia, el cancionero de Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, Georges Brassens y Jacques Brel, por citar alguna de las fuentes que abrevan en su repertorio. Y es que, como en ellos, sus letras poseen una introspección universal. El primer tema del concierto (La danza de San Juan) bastó para disparar la temperatura. Anunciaba, con su cadencia festiva y su lírica jubilosa –’Señor San Juan, la fiesta va a empezar’– lo que estaba por llegar.

Y el Auditòrium de Palma, que lucía el aspecto de las grandes ocasiones, rindió pleitesía al artista, autor de un repertorio que mantiene la cabeza alta mientras jalona hits con otros temas menos conocidos pero igual de nutritivos. Canciones que toman partido en las emociones desde su atalaya sociopolítica, y es que nunca escondió sus colores el artista, le costó la cárcel y, más tarde, el exilio en México. Y hoy, a sus 75 años disfruta de lo cosechado: un repertorio inmortal, una envidiable nómina de amistades y dos hijos. Oh, y un discreto matrimonio con Ana Belén, de la que afirma seguir enamorado –no debe ser difícil–.

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Siguieron Quiero abrazarte tanto, Bailarina’ y ‘Luna… canciones que, como el grueso de su archivo desbordan lucidez, ya sea evocando los prados de su niñez, el lascivo y furtivo primer amor de juventud, o el cariño por el abuelo desaparecido. Son un delicado quiebro melancólico enhebrado con la obsesión detallista de Dalí; son píldoras de cinco minutos que decodifican el existencialismo de Albert Camus.

Promesas

«Muchas gracias por estar aquí, hace tantos años que no vengo a cantar a Palma (…) si quieren escuchar alguna canción especial me lo dicen y la canto», prometió al público antes de entonar A dónde irán los besos, en cuya letra el asturiano pregunta, como una amarga letanía, ‘¿A dónde irán los besos que guardamos, que no damos? / ¿dónde se va ese abrazo que no llegas nunca a darlo? / ¿dónde irán tantas cosas que juramos en verano?’

Preguntas de las que nadie puede escapar. Entre tanta melancolía queda espacio para soñar, y es que algunas de sus canciones se permiten vagabundear por el espíritu beatnik de aquel ‘verano del amor del 69’ que asoló no solo la dorada California, sino todo el planeta, pero que nunca llegó a aquella España gris.

Instalados en un rincón privilegiado del cancionero popular, los temas de Víctor Manuel no se retiran. No hay burocracia que lo autorice. Un día abandonará los escenarios, se despedirá en loor de multitudes, como su amigo Serrat, pero tras esos encuentros cómplices con su público, cuando incluso nosotros ya no estemos, su legado quedará, persistirá, con los pies en el suelo y rodando por el tiempo, como las buenas canciones.