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La última cinta de Scorsese, El irlandés; Roma, de Alfonso Cuarón; o Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, encabezan la lista de filmes que optaron por presentarse en plataformas digitales. Una tendencia cada vez más alejada de la excepcionalidad. Sobran ejemplos. Estamos ante un nuevo paradigma en el que los contenidos en streaming devoran la cuota de mercado, mientras las salas de exhibición nadan en cifras residuales. Ante este panorama, que no es nuevo, cuesta dibujar un futuro halagüeño para el formato clásico, su capacidad de reinvención dictará sentencia.

En ese sentido se mueve la iniciativa lanzada por una conocida cadena de salas de exhibición, que, ahogada en un contexto cada vez más exclusivo y competitivo, ha lanzado una tarifa plana. Cine sin límites y con beneficios adicionales. Quizá esta medida, que huele a clavo ardiendo, salve a una industria que se desangra por momentos. Y quede claro que en esta tribuna se defiende –a ultranza y febrilmente– el viejo formato de butaca y palomitas, una experiencia plenamente escapista... Pero es que el bolsillo aun anda afligido por una crisis sin precedentes y, guste o no, hoy la audiencia se decanta por el pack sillón de casa-Netflix. Y no se prevé un descenso en esta tendencia. Todo lo contrario.

No hay que ser un snob para preferir la pantalla grande, y nada tiene que ver la atractiva comunión ‘teatral’ que se establece entre perfectos desconocidos, totalmente alienados de sus problemas durante hora y media. El cine gana, simplemente, porque es el mejor formato para ver una película. Y punto ¿O acaso alguien necesita pruebas de que el Papa es católico? Pero, como nada en esta vida es fruto de una aritmética irrefutable, hay que tener en cuenta variables como el elevado coste de una sesión de cine (dos entradas con palomitas y refrescos ronda los 30 euros), vecinos de butaca que producen jaqueca, frío en verano-calor en invierno, por no hablar de salas convertidas en gastro-cines que apestan a nachos con cheddar. Por contra, un buen televisor de pantalla plana puede brindarnos una experiencia plenamente satisfactoria, más allá de que podemos controlar la pausa, chequear los mensajes del teléfono o hacer una escapada a la cocina a picar algo. Como ven, estamos ante una interesante dicotomía de cuya resolución, como decíamos, pende el futuro del cine.

En este contexto, la tarifa plana se convierte en un aliado para nuestro bolsillo, pero ¿hasta qué punto es rentable para el empresario?, y, es más ¿es una medida de reenganche o permanente? Demasiadas preguntas sin respuesta. Por no mencionar que la tarifa plana conllevaría el aplazamiento de inversiones y cierre de sucursales para apuntalar balances. Por el momento lo único seguro, según la consultora Kantar, es que siete de cada diez hogares españoles están suscritos a una o varias plataformas digitales.

Para acabar, un apunte alentador: no es la primera vez que las salas se enfrentan al abismo. Tanto en los 80, con la irrupción del vídeo doméstico; como a mediados de los 90, de la mano del DVD; o a inicios de milenio, con el auge de Internet, las audiencias se desplomaron poniendo en jaque su supervivencia. Y aquí siguen, inmutables como un cuadro de Hooper. La riqueza del cine no tiene que ver únicamente con la calidad de su formato, es una experiencia completa, un acto social e interactivo. Es como ir a cenar o de paseo, tiene una lógica muy diferente. Con todo, en un mundo perfecto cine y streaming podrían coexistir. En un mundo perfecto…