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Conocer a Antoni Serra ha sido uno de los grandes regalos que me ha dado esta profesión. Mordaz, crítico, hiperbólico y siempre inteligente, aparentaba ser de estas personas eternamente enfadadas con el mundo pero que no podía disimular su ternura a poco que te hacías con su confianza. Coincidíamos cada mañana en la Redacción y yo, todavía un embrión de periodista, trataba de seguir la estela de su experiencia en la profesión y su análisis –casi siempre pesimista– de la política; no en balde fue un buen conocedor de la clandestinidad durante el franquismo. Jamás abjuró de sus ideas ubicadas en la izquierda nacionalista radical, aunque ello le acarreó la marginación de los suyos en unos tiempos en los que lo correcto era contemporizar. Sin embargo, de él siempre me fascinó el compromiso militante con la cultura y el periodismo; dos facetas que combinaba de manera casi mágica y que plasmó con maestría en este periódico. Mundos de los que entraba y salía a voluntad. Como articulista, los referidos a la Terra inexistent son la compilación del ideario de un hombre coherente y comprometido, pero también libre de ataduras hasta el extremo. El mundo de la cultura y del periodismo han perdido un personaje único.