Manuel Borja-Villel, poco antes de la presentación de este viernes en Es Baluard. | Jaume Morey

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Hablar del último libro de Manuel Borja-Villel (Castelló, 1975), titulado Campos magnéticos: Escritos de arte y política (Arcadia), es hablar, como él mismo reconoce, del Museo Reina Sofía –que dirige desde 2008–, del Macba –al frente del cual estuvo desde 1998 y 2007– y de la Fundació Tàpies –de la que fue director artístico desde su inauguración en 1990 hasta 1998–. Este viernes, acompañado por Luisa Espino, presentó el volumen en Es Baluard Museu d’Art Contemporani, en un encuentro que forma parte del programa público Llegim juntxs la contemporaneïtat.

¿Hay tensión entre arte y política?
—Tomé prestado el título del libro de la obra de Breton y Soupault de 1920, Los campos magnéticos. Concretamente me interesaba el capítulo El espejo sin azogue, porque el azogue es esa capa reflectante de los espejos que permite reflejar lo que se oculta. Y esa es la línea de fuerza del libro y uno de los intereses fundamentales del Reina Sofía.

¿Cuáles son las principales premisas del libro?
—Hay cuatro puntos importantes. El primero es la necesidad de pensar en los dispositivos de exposición y no solamente reflexionar sobre lo que reflejan, sino lo que se deja de mostrar. En segundo lugar está la dimensión política. Así como los trovadores en la Edad Media iban de pueblo en pueblo contando historias y la gente las memorizaba, en esta sociedad de consumo en la que vivimos hay que conseguir que la gente se haga suyos los relatos porque así los cuestionan y los transforman. El tercer apartado trata sobre la transdisciplinariedad. Estamos acostumbrados que los pintores pinten, que los escultores hagan esculturas, etcétera, pero lo interesante y, sobre todo tras la pandemia, es hablar del arte desde otras disciplinas, desde la biología, por ejemplo. Finalmente, creo que el arte tiene que tener un componente enigmático. A veces, el arte es demasiado literal o explícito, pretende dar respuestas, cuando lo importante es que te deje perplejo.

El encuentro que protagonizó se enmarca en el programa Llegim juntxs la contemporaneïtat, con el que Es Baluard apela a la reflexión colectiva. ¿Las instituciones se preocupan más que nunca por lo que piensa el público?
—Esta cuestión tiene dos repuestas. Por una parte, implica una voluntad más democrática desde los que, entrecomillas, saben hacia los que, entrecomillas, no saben. Puedes saber mucho de arte y nada de biología, pero las dos cosas son interesantes. La parte positiva es esta democratización que ha permitido internet. La parte negativa viene cuando eso se convierte meramente en saber los gustos del consumidor.

Además, con la revolución digital puede confundirse la obra con las opiniones.
—La imagen de un cuadro nunca se puede sustituir por la experiencia del propio cuadro. Un debate no puede reducirse a un algoritmo. En ese contexto, los museos y las instituciones tienen la centralidad que no tuvieron en otra época, pero eso no tiene que confundirse con las industrias culturales. El objetivo no puede ser de tipo economicista, sino cultural. Cada vez hay una tendencia más fuerte de sustituir el director de un museo, con un carácter artístico o cultural, por el gestor puro y duro, que garantice los números.

Al frente del Reina Sofía ha sufrido la crisis de 2008 y ahora, la del coronavirus. Parece que encadenamos una crisis tras otra.
—Es un tema que abordo en mi próximo libro. El sistema moderno en el que vivimos, que empezó con la conquista de América, el mundo está basado en la crisis. Immanuel Wallerstein lo decía muy claro: el sistema que se instauró en el siglo XV se basa en conseguir el mayor beneficio con el menor gasto. Es un principio básico, sin sentimientos. El capitalismo nos ha hecho creer que las crisis son temporales, que hay que tener paciencia porque pasarán, pero no es así. La crisis es la condición en la que vivimos.

Se habla mucho de que la pandemia permitirá repensar modelos. ¿Lo ve así realmente?
—Hace tiempo que somos muchos los que pensamos en estos temas y ya cuestionábamos el modelo de antes de la pandemia, porque estaba claro que no funcionaba. Hablamos de ese modelo en el que parece que lo más importante es la cantidad visitantes que recibe un museo. Tenemos que avanzar hacia un modelo donde el ritmo sea más lento, donde el debate sea importante. Como decía un crítico italiano, más que visitar las exposiciones hay que habitarlas. Hay que trabajar más con las colecciones.

Precisamente está trabajando en una remodelación de la colección permanente del Reina Sofía.
—Sí, estamos en ello, en noviembre la vamos a empezar a inaugurar por episodios, como una serie. Cobra importancia, por ejemplo, el exilio y el ser de muchos sitios, una condición bien contemporánea.

Miquel Barceló también estará presente en esta renovación.
—Sí, en una sala reconstruimos una parte de la VII Documenta de Kasse, de Rudi Fuchs, de 1982. Quitando el Guernica, todo en el Reina Sofía es susceptible de ser cambiado.

Volviendo al tema de los visitantes. ¿Estamos demasiado obsesionados con los números?
—Sí, y los números son fríos, algoritmos, poco democráticos. El arte tiene que ser militante, devolver a la gente lo aprendido. Hay que preguntarse qué se llevan los visitantes cuando salen, si saben un poco más o cómo contribuyen a la ciudad. El construir más que el deconstruir y el devolver algo al ciudadano es el reto y el criterio que más se medirá y valorará.