El intelectual mallorquín Valentí Puig, en su domicilio de Barcelona. | Carles Domènec

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Valentí Puig (Palma, 1949) acaba de publicar Memòria i caos (Proa, en catalán, y Destino, en castellano), donde demuestra que, la que vivimos, es «una época imprevisible, fascinante y, al mismo tiempo, llena de catástrofes morales». Con la idea de que el olvido de lo que nos ha precedido nos sumerge en el desconcierto, el autor declara sus intenciones en el subtítulo del libro: Por la continuidad de la tradición cultural de Occidente y contra la desmemoria de nuestros días. El intelectual prepara un libro de poemas y un nuevo capítulo de sus memorias.

¿Qué se puede hacer para no caer en la vulgaridad de los tiempos que corren?
—A veces, esa parece una empresa inútil, pero yo no lo creo. Hay muchas cosas que vale la pena conservar, precisamente para no caer en la inanidad hortera. Paisajes, obras de arte, maravillas del lenguaje, lecciones de la historia, el sentido de gratitud hacia los que hicieron posible–padres, maestros, instituciones– que tengamos la opción de intentar ser mejores. Si uno cae en la vulgaridad sin darse cuenta, es porque él mismo ha hecho no poco para que eso sea así.

Relaciona la pérdida de memoria con la bajeza moral e intelectual.
—Perder la memoria de la civilización, desde Beethoven a la cuchara y el tenedor, es consecuencia de muchos factores. Ahora, predomina el relativismo. Si todo es relativo, no hay bien ni mal, ni podemos aspirar a trascender la banalidad. Es la diferencia entre leer horóscopos o intentar acercarse a los grandes clásicos que pasadas generaciones nos han transmitido, desde la antigua Roma, por ejemplo. También es una forma de apreciar el paisaje. Me temo que en Mallorca eso se está perdiendo. Es otra prueba de ingratitud.

¿Es la memoria histórica un ejercicio individual o colectivo?
—Como individuos tenemos el deber de asumir la libertad de tener memoria, de no ceder a la tentación del vacío o de la nada. Y eso nos une a una cierta forma de ser parte de la comunidad humana, parte de otra gran memoria. Eso hace posible el arte, las formas ancestrales, la curiosidad por lo nuevo, el respeto a nuestros antepasados, el afán de crear algo nuevo que, a la vez, esté ligado con la riqueza del pasado.

¿Por qué cuesta tan poco olvidar capítulos de la historia?
—Hoy todo transcurre a una velocidad desbocada. Es el vértigo digital. Ya no nos enseñan a agradecer lo que le debemos al mundo. Al contrario, cada vez nos creemos más víctimas de todo, más desvalidos y, por eso, inventamos nuevos derechos, para olvidar los deberes.

¿Qué relación tiene la dificultad de dialogar con el empobrecimiento del lenguaje?
—El lenguaje es uno de los dones más espléndidos de la creación. Lo que ahora ocurre es que el lenguaje se empobrece. Eso nos hace más inarticulados. Usamos menos palabras y olvidamos el significado de otras. Indudablemente, así se pierde capacidad de dar sentido a las cosas. Parece que a nadie le importe.

¿Cuál es el futuro del ejercicio del diálogo?
—Dado el abuso de esta palabra, en política o en psicoterapia, hablemos de conversación. Una civilización es una forma de conversar que se transmite entre generaciones y nos enriquece. Conversar enriquece. Frente eso, el twitter degrada el lenguaje. Leer, por ejemplo, permite descubrir realidades que ignorábamos. Solo hay que sentarse, dejar el móvil en un cajón y maravillarse con lo que escribieron Proust o Virgilio.

¿Qué papel tiene el humor en este libro?
—A veces uno no puede contenerse y se deja llevar por la sátira. Pero no hay que excederse con el escepticismo. Ni el Prado ni la música de Mozart son algo relativo, accidental. Tampoco lo es contemplar el mar o leer los poemas de Joan Alcover.

¿Qué simboliza hoy en día el selfi a nivel conceptual?
—Es un narcisismo de todo a un euro. Es la negación de las formas que significan algo. El móvil ha cambiado, para mal, el lenguaje del amor. Somos un monólogo sin contenido. También es un rasgo actual que lo que eran las masas en el sentido tradicional hoy sean convocadas por el móvil y esos mensajes tan degradados luego pasen a determinar la política.

¿Cuál debe ser el papel de los grandes nombres de la cultura?
—Ahí están. Nuestro papel es agradecer sus logros, disfrutarlos y darles más sentido. A mi parecer, el relativismo ha llevado a una pérdida de valor de la belleza estética y la calidad moral. Por eso digo que, si prescindimos de la memoria, nos quedamos con el caos.