Momento del concierto de Raphael en el Auditòrium de Palma. | Pere Bota

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Sufrimos la enfermedad de la nostalgia. Basta con echar un vistazo: Fleetwood Mac, Eagles y The Beach Boys se reúnen -con algún miembro a la fuga y canas por doquier- y anuncian gira, alguna incluso acompañada de nuevo material. Todos ellos sentencian que no lo hacen ni por la nostalgia ni por la pasta, que aún tienen cosas que aportar. Ya. La pasada noche asistimos a un nuevo capítulo que confirma la epidemia de nostalgia: Raphael abasteció a 1.500 almas ávidas de su medicina: Mi gran noche, Estuve enamorado, Yo soy aquél, Hablemos del amor y el resto de sus joyas de la corona, una colección de himnos repletos de afirmación vital, reproches y melodrama.

Pero la pregunta es: ¿Qué diferencia a Raphael del resto de dinosaurios que asoman cíclicamente por los escenarios? Sencillo. Que siempre ha estado ahí, nunca se bajó de la tarima. Y a sus 76 primaveras ha sabido evolucionar sin cambiar. He ahí el secreto de este baladista temperamental y excesivo para no pasar de moda, ‘digan lo que digan’, como proclama una de sus canciones más representativas.

Raphael entró en escena con sigilo y discreción para entonar Infinitos bailes, un tema reciente que como el resto del repertorio lucía renovado, en versión orquestal y electrónica, reflejo de su último disco RESinphónico (2019), donde el artista se pone en manos de Lucas Vidal –un joven compositor que triunfa en Hollywood en el campo de las bandas sonoras– para actualizar algunas de sus grandes canciones. El resultado en estudio no arroja dudas: RESimphónico es uno de los elepés más vendidos en lo que va de año. En directo su sonoridad también es consistente. Podemos afirmar que Raphael ha dado en la diana en su enésima reinvención, la combinación entre violines y tecnología mejora su cancionero, suena más cohesionado con ese pequeño ejército de músicos arropándole (medio centenar pudimos contar sobre el escenario del Auditòrium de Palma). Promesas fue el segundo corte de la noche. Le siguió Igual y, por fin, los primeros clásicos: No vuelvas y un Digan lo que digan absolutamente enfocado a la pista de baile.

Hemos hablado de su puesta en escena pero centrémonos en el personaje. Su imagen apenas ha evolucionado desde su juventud. Delgado, en excelente forma, con su habitual elegancia y predilección por el negro, Raphael mantiene el pelo en su sitio y su barriga no sufre grandes alteraciones. No ha progresado en sus parlamentos, sus diálogos con la audiencia son escasos y desesperadamente básicos. Pero su duende y poder de seducción tampoco han perdido eficacia. Ni su poderío vocal, un registro dúctil que serpentea la balada para luego escorarse hacia el pop sin perder la compostura. Sigue siendo aquél, y por muchos años.