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Después de la alegría que supone ganar un Goya, el cineasta Albert Solé experimentó el domingo por la noche una «especie de coitus interruptus», cuando al ir a recuperar la estatuilla del guardarropía en donde se celebraba la fiesta de Los crímenes de Oxford, éste ya no estaba.

«Es un robo a la ilusión de muchos años», asegura el realizador catalán, que recogía el domingo el Goya al mejor documental por Bucarest. La memoria perdida, filme en el que repasa la lucha política de su padre, el ex ministro de Cultura y uno de los padres de la Constitución, Jordi Solé Tura, desde los años de exilio durante el franquismo hasta su lucha contra el alzheimer.

«Si alguien tiene algún Goya al mejor documental y no es suyo, por favor que entre en razón y lo devuelva, porque es algo irreemplazable», comentaba la presidenta de la Academia, Àngeles González-Sinde.

Los hechos ocurrieron en una discoteca de la madrileña. Allí llegó un flamante Albert Solé con su Goya bajo el brazo, pero cuando decidió retirarse a dormir se encontró con que la «chica del ropero le había dado la escultura a un chico con gafas». La estatuilla diseñada por José Luis Fernández para la Academia de Cine está valorada en más de mil euros.

Por otro lado, ayer se dio a conocer que esta XXIII Edición de los Premios Goya que otorga la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas se sitúa como la cuarta más seguida de la historia de los galardones. Hasta 3.370.000 telespectadores siguieron la gala, accesible a discapacitados auditivos, a través de subtitulado.

Este año la gran triunfadora fue Camino, de Javier Fesser. Menos suerte tuvo la película Los Girasoles Ciegos, de José Luis Cuerda. El director padeció el infortunio de no materializar más que uno de los quince Goya a los que optaba, a mejor guión adaptado junto al fallecido Rafael Azcona, pero ni aún así superó el récord de Pedro Almodóvar con Atame, que en 1991 no logró ni siquiera uno de los 15 por los que estaba nominado.