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Rebeldía de eterno adolescente o, sencillamente, capricho? Recién abandonada la Seu tras una larga misa, unos discursos más largos aún y los ojos enrojecíos por las toneladas de incienso que cargaron el ambiente, me cuesta no calificar de egoísta a Miguel Barceló.

Se lo digo tal como lo siento, señor artista. Mientras el resto de mortales, incluidos los Reyes, cumplía con los rituales oficiales que inauguraron su obra culmen, usted veía transcurrir la mañana desde la sacristía, tan de rositas y descansado. Apuesto que ni siquiera tuvo que pegarse el madrugón que exigieron la seguridad y el protocolo.

Allí estuvieron más de cuatro horas creyentes y no creyentes para mayor gloria de usted y de su obra. Llegaron temprano, aguantaron el fresquito propio de la Seu, y, aunque resulte muy prosaico decirlo, se esforzaron por controlar los esfínteres. Todo para gozar los primeros de sus pescados, verduras, vasijas, fósiles, panes y anzuelos gigantes con los que ha revolucionado setecientos años de historia del arte sacro, después de que ya lo hiciera Gaudí en su día.

La Catedral vivió un gran estreno, y con ella Mallorca y la cultura. Pero como nada es perfecto, esa capilla que usted comparte con el Santísimo ya fue objeto de los primeros errores de estilismo antes de abrirse al mundo. Aún no había entrado el obispo con el aspersor de agua bendita y ya habíamos batido el récord del mal gusto. Algún decorador sin título tuvo la osadía de colocar cojines de desgastado terciopelo rojo sobre los bancos de piedra de Binissalem y unas sillas muy parecidas a las que decoraban las estancias del Escorial en tiempos del muy austero y rezador Felipe II. Fue verlo y sentir un puñetazo en la boca del estómago. ¿No le sucedió lo mismo?

¿Por qué nadie pidió opinión a Maria Antònia Munar, siempre al tanto de las últimas tendencias? La presidenta, que se vistió ayer «tan moderna como lo que hoy vamos a inaugurar», lo tenía claro. El terciopelo morado de su conjunto, sin la pátina que deja el tiempo, sí que relucía como la luz que filtrarán los vitrales barceloninos.

Tan vestida la presidenta del Consell y tan casua doña Pilar, hermana de don Juan Carlos, cuya presencia no había sido anunciada con antelación. Fue una de las sorpresas de la mañana.

Continúo con el estilismo, o más bien con la escasez de tal, porque aunque Barceló ha incorporado la contemporaneidad a la Seu, los cojines y las sillas no fueron lo único demodé. Por ejemplo, el folleto con el que se podía seguir la eucaristía parecía diseñado por los tipógrafos del tiempo de Gütemberg; y el atril de plástico que sirvió de soporte a los discursos, colocado justo al lado del creado por Barceló, provocaría un infarto al mismísimo don Antonio Gaudí, que fue un gran innovador en el apartado mobiliario. Por cierto, en este aspecto del lenguaje creativo Barceló aún necesita unas cuantas prácticas. Porque, seamos sinceros, la cerámica es impactante, pero esos bancos y altar de mármol brillante...