En «La flauta mágica» encontramos los elementos clásicos del cuento de hadas y algunos toques burlones muy al estilo mozartiano.

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AMAYA MICHELENA

A los 3 años Wolfgang Amadeus Mozart demostraba ya sus increíbles dotes musicales y a los 6 se había convertido en un intérprete destacado de instrumentos de tecla y de violín, además de sorprender por su talento para la improvisación y la lectura de partituras. Pero eso era sólo el principio, porque en su corta vida -murió a los 35 años-, Mozart nos legó un tesoro integrado por más de 600 obras, algunas geniales, compuestas desde 1763, cuando tenía ocho años, y caracterizadas por un absoluto dominio de todas las formas compositivas y por una técnica depuradísima. Pero de él y de su obra interesa más la expresividad, la emoción que transmite y, a veces, una frescura que hace recordar que sólo era un niño, un adolescente, cuando creó aquellas partituras.

El próximo domingo 19 de febrero, el Teatre Municipal Xesc Forteza ofrece una representación de «La flauta mágica», la última ópera que firmó el músico de Salzburgo apenas unos meses antes de morir. No es una obra juvenil, pero sí goza del espíritu burlón que conservó Mozart durante toda su vida, a pesar de que no fue ajeno a episodios dramáticos y depresivos.

En «La flauta mágica» se conjugan elementos de los cuentos de hadas que algunos, a raíz de la relación de Mozart con la francmasonería, quieren ver como pilares de un rito iniciático. Hallamos aquí una historia de amor entre la princesa Pamina y el príncipe Tamino que, en medio del reino del día y de la noche, demostrarán al mundo que la fuerza del amor es la más poderosa de todas, en una fábula en la que también aparecen un dragón, una reina vengativa, el malvado Monostatos y el pajarero Papageno, que dedica su existencia a los placeres de la vida y, finalmente, encuentra también el amor de la mano de Papagena.