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AMAYA MICHELENA

Conserva a sus 79 años una mirada extraordinariamente azul y, sin embargo, en el único autorretrato que ha pintado en su vida aparece juvenil -lo firmó en 1949- y con ojos negros. Y ese mismo espíritu juvenil (curiosamente parece más serio en ese retrato que ahora) se trasluce a borbotones a través de un sentido del humor irónico y de un entusiasmo casi infantil por su propio trabajo. «Estoy encantado», confiesa cuando los políticos le piden que ofrezca unas palabras a la prensa sobre la próxima inauguración de una muestra antológica de su obra. «Lo mejor ha sido concocer a un montón de gente encantadora, los del Solleric, los de la imprenta, ha sido muy bonito». Nada grandilocuente, ninguna complicada metáfora que intente explicar el sentido de toda una vida dedicada a la creación.

Porque Ellis Jacobson es así: un hombre de carne y hueso, accesible, divertido, que todavía se hace preguntas a diario. «Para las que no tengo respuesta», dice. Y es que muchas noches sueña con grandes obras maestras que sabe que nunca podrá plasmar sobre un lienzo cuando se despierte. «No tengo ni idea de cuál es el significado de mi obra y no me importa. Yo trabajo, trabajo y trabajo. Luego cada cual lo interpreta como quiere».

Y ha trabajado tanto desde que entró en la escuela de arte en su California natal que para esta antológica que abre sus puertas el viernes en el Casal Solleric la tarea más ardua ha sido la selección. Por eso hay mucho y hay un poco de todo, desde dibujos de estudiante, hasta caricaturas y cómics, retratos y desnudos de su primera época, bodegones, campos de color, coqueteos con el cubismo, con el expresionismo, con el erotismo, con lo minimalista, con el arte asiático, con lo figurativo y con lo abstracto...

Toda una vida reflejada en obras de arte que nos hablan de épocas distintas, de lugares diversos, de un artista que evoluciona y que experimenta, que nunca ha dejado de buscar. Y también piezas que revelan a un hombre inquieto, curioso y radical cuando se trata de defender los derechos humanos y denunciar la barbarie, el militarismo, la injusticia.

«En realidad me hubiera gustado ser el dibujante del gato Gardfield», recuerda cuando repasa sus primeros años vinculados al mundo del cómic. No tiene reparos en recordar los tiempos difíciles, «cuando no teníamos ni para comprar un cocarroi», dice. «Pero soy posesivo con mi obra, me gusta lo que hago. Hay cosas que no tengo problemas en vender, pero otras son tan mías que las miro cada día, nunca me desharía de ellas, ni siquiera cuando pasábamos hambre».