En aquellos extraños días del confinamiento, en los que la gente se ayudaba mutuamente y en los que a las ocho de la tarde salíamos a los balcones a aplaudir a los sanitarios, circularon dos conceptos interesantes. El primero de ellos nunca me lo creí: afirmaba que saldríamos de la pandemia convertidos en mejores personas.

El otro concepto que tuvo éxito durante aquel periodo, fue el que teorizaba que la interrupción forzada de las rutinas consumistas y dilapidadoras de recursos proporcionaba un escenario excelente para la reflexión, para repensarse el estilo de vida o, por lo menos, el modelo de desarrollo. En el caso de Balears, con el contador puesto casi a cero de una forma que nunca hubiésemos aceptado si la pandemia no nos hubiese obligado, parecía el momento oportuno para diseñar qué islas queríamos para el futuro. Podríamos encontrar -o por lo menos, buscar- nuevos modelos de negocio que garantizasen una actividad económica más saludable que la que vivíamos antes del parón, y permitiesen llevarla a cabo reduciendo la masificación, la saturación, el consumo de cada vez más territorio y recursos naturales y la destrucción de paisajes. Sustituiríamos un modelo que además de ser obsoleto, ni siquiera mejoraba la capacidad económica de la mayoría de la ciudadanía, mientras deterioraba gradualmente su calidad de vida.

Era preciso frenar frente al abismo, poner la marcha atrás y enfilar cuidadosamente otra dirección. Parecía que muchos sectores sociales, y notablemente los más poderosos e influyentes, compartían con distintos niveles de matiz y convicción esta metáfora. A lo largo de los últimos años, recuerdo haber salido cargado de optimismo de la celebración de distintos foros de El Económico y otros eventos de alto nivel de debate. Parecía que al fin lo habíamos comprendido. Responsables políticos y empresariales, en particular del sector hotelero, hacían declaraciones públicas impensables hacía solamente un lustro. Algunos economistas de cabecera ponían también sobre la mesa las claves teóricas que impulsaban esta necesidad de cambio e incluso se atrevían a sugerir los pasos a dar en ese nuevo camino.

Pero todo ha resultado ser un espejismo. Tan pronto como los efectos de la pandemia empezaron a quedarse atrás, las buenas resoluciones de enmendar rumbos fueron olvidándose. El objetivo ha sido, por supuesto, no sólo volver a la situación anterior a la crisis sanitaria, sino seguir presionando para continuar el ritmo de crecimiento anterior hasta conseguir batir nuevos récords tan pronto como fuese posible.

La frase paradigmática, transmitida a través de los medios de comunicación con orgullo indisimulado, es: «Ya se han alcanzado, e incluso superado, las cifras de 1999». ¿Las cifras de qué? Da igual, de todo lo que se pueda: número de turistas, de vuelos, de resultados económicos, de construcción de viviendas privadas, de venta de embarcaciones, de coches de alquiler, de consumo de combustibles y agua, de utilización de hormigón… Cada vez que escucho a un representante empresarial o político informar de ese crecimiento con tanta satisfacción, me pregunto dónde han quedado aquellas buenas intenciones de cambio, tan bien diagnosticadas y argumentadas. Los empresarios suelen, por supuesto, sazonar esas informaciones con sus rituales llantos, protestas y reclamaciones de ayudas o de exenciones a normas que les permitan incrementar su actividad y su impacto. Ellos, siempre prestos a impedir cualquier normativa de contención que les moleste.

Los medios de comunicación, por su parte, no ayudan demasiado. Como si estuviésemos en el siglo pasado, titulan y editorializan presentando como un fracaso cualquier índice porcentual o absoluto que muestre un atisbo de decrecimiento, y por tanto de racionalización hacia un nuevo modelo. Así, ¿qué políticos pueden atreverse a tomar decisiones valientes, si quieren conservar sus escaños? Volvemos a acercarnos al lugar oscuro e inviable a corto, medio y largo plazo en el que estábamos en el 2019. Sin dudas, sufriremos las consecuencias de esta miopía.