Dos aficionados, tristes por el desenlace del partido. | Francisco Ubilla

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No pudo ser. Esta vez la moneda de los penaltis, como sucediera aquel 29 de abril de 1998 en la épica final de Mestalla ante el Barcelona, salió cruz y el Mallorca volvió a quedarse con la miel en los labios. El Athletic Club rompió con la maldición que le perseguía desde 1984, con una racha de seis finales perdidas, para alzar de nuevo los brazos y desempolvar la gabarra.   

En un ejercicio de resistencia, con tres jugadores sustituidos en la prórroga con problemas físicos, el conjunto de Javier Aguirre aguantó hasta el límite. Gracias a su solidaridad colectiva habitual, la gasolina le llegó para forzar la tanda de penaltis. Como sucediera en San Sebastián, todas las miradas apuntaban a Dominik Greif, que durante el partido había festejado los 27 años. Al contrario de lo que sucediera en el Reale Arena, esta vez abrió la lata el Mallorca. Muriqi no falló. Raúl García empató, con un lanzamiento que llegó a tocar Greif, y en el siguiente chut, Manu Morlanes telegrafió el disparo y Agirrezabala se lo adivinó. La final comenzaba a ponerse cuesta arriba. Sobre todo cuando, tras marcar Muniain, Radonjic -que en Donosti lo clavó en la escuadra- envió su disparo a las nubes. Fallar dos penaltis en una tadan de una final se antojaba una losa demasiado pasada. Y así fue. Vesga y Antonio Sánchez demoraron la caída. Hasta que al filo de la una menos cuarto de la madrugada, Berenguer marcó el gol que acababa con 40 años de maldición en el Athletic y que provocó que las lágrimas recorrieran el Fondo Norte de La Cartuja.

Esa mezcla de orgullo y tristeza fue el epílogo a una noche inolvidable. Sevilla vivió la fiesta del fútbol con la mayor movilización de la historia de la sociedad balear. Más de 20.000 mallorquinistas llegaron por tierra, mar y aire a una ciudad que respiró un ambiente festivo desde las horas previas. A pesar de encontrarse en clara minoria (más de 35.000 hinchas del Athletic ocuparon casi dos tercios de La Cartuja) los seguidores bermellones también se hicieron notar en las gradas. Aportaron colorido, ruido y aliento para un Mallorca que arrancó la final en todo lo alto.

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Javier Aguirre modificó su pizarra habitual. Apostó de salida por Martin Valjent, Toni Lato y Sergi Darder en perjuicio de Costa, Nastasic y Antonio Sánchez. El Athletic acusó el miedo escénico de la final en una puesta en escena que fue de color turquesa. A los veinte minutos, después de un córner sacado por Darder, el balón le cayó a Antonio Raíllo tras una serie de despejes, el capitán cedió atrás y Dani Rodríguez soltó la diestra para sorprender a Agirrezabala y provocar una catarsis en el Fondo Norte de La Cartuja. El tanto despertó al Athletic. Los de Valverde, dirigidos por la brújula de Galarreta y el desequilibrio de Nico Williams, comenzaron a mirar a los ojos de Greif. Primero con un gol anulado al extremo internacional español por fuera de juego y al filo del descanso en un mano a mano que desperdició el propio Nico.

Tras el descanso, Larin se acercó al 0-2, pero telegrafió su disparo y se encontró con una buena respuesta de un nervioso Agirrezabala. Pero el Athletic insistió y obtuvo el premio con el gol de Sancet. El empate encendió las calderas de La Cartuja. A la hora de encuentro, Aguirre modificó el dibujo. Tiró el 5-3-2 a la basura (cambió a Larin y Darder por Morlanes y Antonio Sánchez) y ahí se inició otra dura batalla. A medida que pasaban los minutos, el técnico iba perdiendo piezas atrás. Ya en la prórroga cayeron Valjent, Copete y Toni Lato. Esa catarata de contratiempos impidieron que Abdón Prats, el máximo goleador de la Copa de la historia y en la presente edición, pudiera disfrutar de algún minuto en la final.   

El duelo se había convertido en un ejercicio de resistencia. Pero el destino le tenía reservada al Mallorca la noche más cruel para acabar con una trayectoria casi perfecta en la Copa del Rey, que acaba con el tercer subcampeonato de su historia, sin ninguna derrota y con el orgullo de haber dado la cara hasta el final.