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Peculiar en el banquillo y directo en el cara a cara, Javier Aguirre habla con la seguridad del que tiene las espaldas anchas y las piernas cargadas de cicatrices. Se presenta en el escenario en chandal y después de una intensa sesión en Son Bibiloni. «Son 90 minutos al día de trabajo y quiero que, en ese tiempo, se dejen todo en el campo...», apunta sin dudar. Vasco de sangre -sus padres eran de Ispaster y Gernika-, mexicano de nacimiento, el entrenador ha recorrido la mitad del camino (6 puntos sobre 12 posibles) en su primer mes de travesía.

Llegó para elevar la tensión del animómetro y lo ha conseguido. Por lo civil o lo criminal como diría el añorado Luis Aragonés. Porque para Aguirre, por encima de todo, está el fondo más que la forma. La salvación como primer y único mandamiento. El técnico reconoce que se encontró un grupo «golpeado anímicamente» por la pila de derrotas que acumulaba y que le ha sorprendido «la grandeza» de la entidad.

Aunque no quiere hablar de su futuro se encuentra muy a gusto en la Isla y confía en que la armonía «dure mucho». No renuncia a nada en el Camp Nou porque el Cádiz (y anoche el Rayo) le han mostrado el camino. Apasionado del béisbol y de la literatura iberoamericana y amante de la cocina de su país, el técnico destila confianza y seguridad. Es un libro abierto y su discurso es directo y al grano. Así es Aguirre en estado puro.