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José Anselmo Moreno|VALLADOLID
El Real Valladolid vuelve a ganar en casa dos meses después, tras doblegar ayer al Real Zaragoza (2-1) en un partido dramático, marcado por muy diferentes alternativas, en las que ambos equipos se transformaban hasta llegar a protagonizar un final agónico, en el que pudo pasar cualquier cosa.

Y es que, tras lo visto esta tarde en Zorrilla, debe ser cierto que el fútbol es un estado de ánimo, tal y como asegura Jorge Valdano. Hoy al menos fue así, ya que el encuentro tuvo muchas caras y todas ellas muy distintas, según fuera el marcador.

Los dos llegaban a este enfrentamiento rodeados de urgencias y eso, casi siempre, estrangula el espectáculo y acentúa el pragmatismo. El Zaragoza, además, añoró inicialmente al brasileño Matuzalen y al argentino Pablo Aimar, aunque su formación 4-1-4-1, trató de maniatar a un Real Valladolid que salió dinámico, fulgurante y a por todas.

El equipo de Manolo Villanova se replegaba con orden y corrección, mientras que los locales mostraban mejores intenciones que otras tardes, jugando con paciencia, tocando el balón con cierta calidad y sin «patadones» de ansiedad.

Con presión y buena circulación de balón, los de Mendilibar gobernaron el medio campo ante un rival escasamente beligerante y que parecía querer «firmar» las tablas sin rubor alguno.

El Real Zaragoza creció, y de qué manera, tras su gol. Con Joseba Llorente solo en ataque, el Real Valladolid desapareció. Los de Mendilibar tocaban y tocaban, llegaban al borde del área, pero casi todo eran fuegos de artificio. Nada serio.

En los primeros minutos de la reanudación, apenas cambió el estado del partido. El Real Zaragoza, con muy poco, se veía ganador, pero un penalti sobre Joseba Llorente, al menos discutible, dio vida al Real Valladolid. La transformación de Víctor Manuel Fernández (min. 53) cambió la dinámica y la mentalidad de unos y otros. Los de Mendilibar volvieron a presionar y los aficionados locales, a creer. Todo se volvió del revés. Así, Joseba Llorente, en una jugada embarullada, asestó al Zaragoza el golpe que se venía mereciendo, porque los maños se volvieron excesivamente rácanos.