El madridista Sergio Ramos remata de cabeza ante la mirada de Arango, ayer, en el Bernabéu. Foto: FÉLIX ORDÓÑEZ

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Si la fe más común llega a mover montañas, la fe madridista es capaz de desplazar toda una cordillera. El Mallorca fue un digno rival, excelente, quizá el hueso más duro con el que podía toparse el campeón, pero como dijo Manzano el pasado viernes, el guión de la Liga llevaba mucho tiempo escrito. Los de Manzano, que tuvieron al Bernabéu boca abajo durante setenta y nueve minuto, aunque no pudieron hace nada para frenar al huracán blanco y reventar el torneo. Lo que está muy claro es que nadie podrá reprocharle nunca nada (3-1).

El Mallorca merecía el protagonismo que le había brindado el calendario y lo demostró muy pronto. Para empezar, el equipo de Manzano no se arrugó lo más mínimo. No se dejó impresionar por el ambiente infernal del Bernabéu y sus alrededores y mucho menos por el rival que tenía delante, que como se vio con el paso de los minutos, salió al campo con la mente bloqueada y las piernas como flanes.

Los baleares en cambio, irrumpieron en la arena de Chamartín con la soltura propia de un grande, como si el título fuera a ser suyo. Tal era su grado de autoestima que en el primer minuto de juego ya había estrellado un balón en el palo gracias a un zurdazo de Arango que provocó los primeros temblores en la grada. La respuesta del Madrid fue tímida, tanto que Moyà presenció el primer cuarto de hora como si estuviera en el sofá de su casa.