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El Mallorca está acorralado. Su espacio para maniobrar es cada vez más limitado, su autoestima sigue perdiendo peso a medida que avanza la Liga y la referencia visual que mantiene con sus rivales directos empieza a ser algo más que preocupante. El equipo balear sigue condicionado por el infortunio, pero también por sus propios errores, pueriles e incomprensibles a estas alturas de la película. Ayer fue incapaz de superar a una Real Sociedad sin sangre ni fundamento, que sin embargo, se ha posicionado ya a siete puntos de distancia del once rojillo. Ese dato, analizado desde la frialdad de la tabla, sólo sirve para echarse a temblar (2-0).

Antes de que los insulares tirasen a la papelera otra de sus balas, el cara a cara de Anoeta reflejó varias fases de desconcierto. La batalla entre Mallorca y Real recordó en su fase inicial a uno de esos combates pugilísticos en los que el respeto al contrario se impone al deseo de cobrar la primera ventaja a los puntos. Porque el encuentro comenzó a la hora prevista, pero el verdadero intercambio de golpes no arrancó hasta el minuto doce, cuando Skoubo, un gigantón danés que convierte en oro los balones que le caen del cielo, decidió que era el momento de justificar la presencia de los equipos sobre el terreno de juego.

El delantero realista recogió un balón largo de Garrido, lo acomodó con la ayuda del hombro -la zaga visitante reclamó mano- y tras revolverse entre tres camisetas rojillas perforó la meta de Moyà con un lanzamiento impecable que activó el encefalograma del pulso (minuto 12). Aunque hasta ese momento el enfrentamiento había sido inexistente, el despertar donostiarra provocó también el levantamiento del Mallorca. Visiblemente herido por el traicionero tanto realista, el conjunto de Héctor Cúper se arremangó y empezó a estirarse aprovechando la relajación de los de Arconada, que por entonces administraban una renta demasiado importante para lo que habían expuesto.