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Pedro Prieto|ELCHE
El barco se vino hasta Valencia lleno de mallorquinistas hasta la bandera. Todo completo, cosa que por otra parte se sabía con cierta antelación. Para colmo, en la zona de butacas no se podía estar del calor que hacía por lo que durante gran parte de la noche, y un poco de la madrugada, la hinchada que no logró conciliar el sueño a causa de lo anteriormente dicho, se ubicó entre cubiertas, comedores y discoteca. Por lo demás, nos pareció que hubo menos ambiente que en otras finales, o al menos en las que servidor ha estado, lo que no quitaba que todos, sin excepción, alimentaran un regreso con la Copa del Rey como compañero de viaje, tal vez por aquello de que ya toca, o de que a la tercera va la vencida, por supuesto respetando mucho al Recre, como se suele decir en estos casos. ¿Que cómo transcurrió la noche? Depende.

Los que supieron dormirse, durmiendo, ya fuera en el camarote, salón, sillón o sofá que pillaron en cualquier rincón. Incluso los hubo que descansaron sobre la moqueta del salón, o sobre las tablas de la cubierta o en las hamacas de la misma. Y los que no, que fuimos bastantes, pues matamos la noche entre juegos de cartas, conversaciones, ir y venir de un sitio al otro, con alguna que otras excursion a la barra del bar incluída, eso sin contar los que se quedaron gran parte de la noche a la fresca, bajo las estrellas, pues fue noche buena, muy agradable en cubierta, con un mar bastanbte tranquilo a pesar de que soplaba Levante. Llamó poderosamente la atencion ver que en la discoteca no bailó nadie, incluso cuando sonó la música más pachanguera. Y es que ya decimos, la cosa, respecto a otras finales vividas, iba de lo más tranqui. Para colmo, la mayoría del elenco femenino, como bien apreció el colega, estaba comprometido.

Horas antes de la llegada a Valencia, sobre las seis de la mañana, el barco retomó la vida que habíase adormecido durante el último tramo de la noche, donde los silencios predominaban sobre los ruidos y las conversaciones, y encima con la discoteca ya sin música, un silencio sólo roto de vez en cuando por alguna que otra carcajada que se le escapaba a alguien por ahí, o por el sonar de la sirena, ésa que llevan algunos aficionados al fútbol y con la que suelen animar (¿?) a su equipo. A las siete, algunos con una cara de sueño, abandonamos el barco para ir ocupando plaza en los autocares que nos habían asignado. Y es que, tras una noche en el mar, nos quedaban 150 kilómetros por recorrer. Sonaron un par de petardos y dos o tres golpes de sirena, y de nuevo en ruta, eso sí, con no mucha marcha, tal vez porque había que reservar fuerzas.