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Doce meses después, Bàsquet Inca es un equipo prácticamente irreconocible. Acostumbrado a perderlo todo, el finiquitado 2000 ha dado cobijo a una rehabilitación que le ha permitido levantar la cabeza en el mapa baloncestístico nacional y granjearse el respeto de una Liga en la que casi nunca dijo nada interesante.

Cronológicamente, el año de las luces proyecta dos partes bien diferenciadas. La primera se abre con la contratación de Paco Olmos y la llegada de un grupo de jugadores fiables, circunstancia que acabó marcando un punto de inflexión imprescindible para un club que se asomaba al precipicio empujado por su propio esperpento deportivo. El 19 de abril de 2000, el Inca cerraba la fase regular en la novena posición y sintiéndose favorito en el cruce de octavos de final ante Cajasur. Erró en el momento de la verdad, pero su divorcio con la derrota había cobrado forma.

Junio y julio fueron complejos para un club que aspiraba a mantener el andamiaje sobre el que había construido su éxito más notable y profesionalizar casi todos los estamentos de la entidad. Olmos fichó por Huelva y de los cuatro jugadores que se pretendían renovar (Nacho Yáñez, Rafa Monclova, Dani Merchán y Luis Merino), sólo uno aceptó seguir. En apenas unas semanas, había que empezar otra vez de nuevo. José Luis Abós, el primero de una lista en la que también aparecía Pedro Martínez, fue la nueva apuesta técnica. Bàsquet Inca pensó en Josep Oriol Humet para ocupar un cargo de nuevo cuño "director general", pero el Fórum Valladolid se cruzó en su camino; después negoció con Miquel Giró (ex Joventut), pero acabó contratando a José Antonio Artigas, un representante de jugadores y amigo personal de Abós que recomendó Miguel Àngel Paniagua, agente del propio entrenador y de la práctica totalidad de los jugadores que ha fichado el Inca durante las dos últimas temporadas.