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Se acerca el 31 de diciembre y, como sucede desde hace más de veinte años, la izquierda nacionalista reivindica la fecha y su celebración ocho siglos centenaria, para recordar la catalanidad de la isla. No está mal. Los catalanes tomaron la ciudad por esta fecha hace ochocientos años aproximadamente. Claro que quien izó la bandera del rey Jaume I en lo alto de las murallas, fue un aragonés llamado Pérez de Pina, puesto que los suyos también estaban en la sangrienta jornada, al igual que las mesnadas del conde del Rosellón y las ampurdanesas del conde de Ampurias, magnates con los que el rey de Aragón se repartiría la isla, sin olvidar a los templarios y al obispo de Barcelona.

Dicen que esta fiesta denominada del Estandart, instaurada a partir de entonces por la ciudad de Palma, es una de las más antiguas de Europa. Lo creo. La cantarían nuestros poetas, como Pere d’Alcàntara Peña. Participaría en ella lo más granado de nuestra nobleza, a modo de cabalgata o colcada. La presidirían los Jurados o concejales de la ciudad. Y más allá de los estandartes de los gremios ciudadanos, estarían presentes las supuestas armas del Conqueridor, como la espada, el yelmo, la cimera y no pocos objetos de su cabalgadura.

La fiesta medieval llegado el siglo XIX fue deteriorándose. Nuestros liberales y republicanos la consideraron una antigualla, además enrojecida por el recuerdo de la masacre histórica, más terrible que la de Gaza de nuestros días. Después de la Segunda República la reinstauró el franquismo, convirtiéndola en festividad cívico-religiosa, con los concejales de Palma en procesión a la Catedral, dispuestos a escuchar atentos el sermón del obispo. No había estandarte al que acompañar, solo un largo palo, adornado con ramas de laurel, que llevaban en hombros los miembros del Consistorio, recibiendo los honores de una compañía de Infantería, al tiempo que se interpretaba el himno nacional. De ahí que el alcalde Máximo Alomar hiciese confeccionar una bandera de verdad, con los colores propios de la del monarca conquistador.

Instaurada la democracia y la Constitución del 78 la fiesta comenzó a cambiar. La izquierda nacionalista se puso manos a la obra, primero boicoteando actos como el de la plaza de España, con pregones incendiarios y generando marchas, en principio muy limitadas. No llegaban más allá de la plaza de los Patines.

Y así las cosas la medieval fiesta de la Conquista ha pasado a ser hoy la fiesta de un país catalán, independiente y soberano, unido a Cataluña, y que hoy la Assemblea soberanista de Tòfol Soler nos impone como tal. De ahí que la izquierda nacionalista, olvidando su papel de fiesta municipal, nos la haya impuesto como diada de Mallorca a partir del 2016, eliminando como tal la del 12 de septiembre instaurado, sin discrepancias, veinte años antes.

Y ahora nos preguntamos ¿por qué regresar al 12 de septiembre? Pues muy sencillo. Para disponer de una fiesta de todos, al margen de la política partidista. Esta fiesta recuerda el reconocimiento del reino mallorquín en 1276, con la jura de las franquezas por Jaume II, su primer rey privativo, en el recinto de lo que sería la iglesia de Santa Eulalia, en presencia de las fuerza vivas de la isla. Como vemos, una festividad sin recuerdos genocidas, que nos convoca al encuentro y sobre todo a celebrar la instauración de un «regne dins la mar, amb més llibertats i franqueses que poble sia en el mon», en palabra escritas por su fundador. Y ahora que cada uno piense lo que quiera.