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He conocido a muchos tipos de viajeros. Los hay que racanean un café de dos euros y evitan entrar en un museo donde te cobran tres a pesar de que contiene algunos de los tesoros más valiosos de la historia de la humanidad. Luego se compran unas deportivas de doscientos pavos para poder presumir de que han estado en Nueva York. Los hay que solo se trasladan de un lugar a otro del planeta para probar la comida de sitios exóticos y lejanos. Y gente que enfoca su interés en las experiencias que más adrenalina les pueden hacer segregar. Hay quienes hacen peregrinajes patrimoniales de iglesia en iglesia, de templo en templo, de castillo en castillo. Y quienes escogen destino en base a sus paisajes o la capacidad de un enclave de conseguir que te relajes y desconectes de tu rutina diaria. Incluso hay quienes no encuentran en el viaje ningún placer especial, pero se apuntan porque está de moda y hay que hacerlo. Y quienes se pasan todo el viaje de mal humor, quejándose. Aunque a estos les aconsejaría que se quedaran en su tierra, ninguno es mejor o peor que el resto, cada cual busca e intenta encontrar aquello que le llena y le aporta ese intangible que la mayoría hallamos en el arte de viajar.

Ahora Venecia, uno de los puntos más calientes del mundo turístico, ha decidido cobrar un peaje de cinco euros para entrar en la ciudad con el fin de evitar las aglomeraciones. La noticia me produjo una sonrisa. Venecia no vale cinco euros, vale quinientos o cinco mil. ¿Habrá viajeros que por ahorrarse cinco euros eviten Venecia? No es el enfoque adecuado. Puede serlo si lo que se pretende es sacarle tajada a la ciudad y destinar ese dinero a lo que se necesite, pero no para frenar la llegada de visitas.