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Sospechaba hace tiempo que la gran pasión de los seres humanos no es exactamente el poder, ni el dinero, ni guerrear, ni el sexo, ni siquiera la servidumbre como dijo Camus, sino la decoración. La decoración en general, los adornos, tanto corporales como mentales y monumentales. La historia del arte y la cultura, desde las pirámides de Egipto a las catedrales y la vestimenta de reyes y príncipes de la Iglesia, cargada de collares, medallas, brazaletes, anillos, coronas, joyas y aderezos simbólicos que los artistas pictóricos reflejaban una y otra vez (reparen en las empuñaduras de los sables), no es sino una historia universal de los adornos, más o menos ostentosos. Los humanos más primitivos ya adornaban sus cuerpos con pinturas, marcas, plumas y collares de conchas o dientes de oso, y sus cuevas con imágenes.

Sagradas o decorativas, es casi lo mismo, pues la diferencia entre humanos y bestias no es la razón, sino la decoración. No me extrañaría que ese impulso decorativo irrefrenable fuese el origen del leguaje y el pensamiento abstracto, pues todavía hoy en día hasta los pensadores procuran adornarse con ideas y frases brillantes como cuentas de colores. Y fíjense en los uniformes de gala de militares, jueces y clérigos, con el pecho tachonado de adornos resplandecientes. Por no mencionar las gualdrapas de los caballos, con sus escudos de armas. No sólo nos decoramos a nosotros mismos, lo decoramos todo, y para eso precisamente está la literatura. Un texto no se puede comparar con el valor ornamental de un monumento funerario o la estatua ecuestre de un caudillo, pero igualmente decora. Yo me tengo por un pensador decorativo, que redacta párrafos con adornos (piedrecitas de río, trenzas, borlas, abalorios), sin otra intención que hacer más agradable y atractivo un pequeño espacio. Y que si bien sospechaba que los humanos son criaturas desoladas que tratan afanosamente de decorar su cuerpo y su hábitat, ya puedo confirmarlo. Porque cualquier producto que elaboremos (un móvil, un discurso político, una camiseta, un poema, una ecuación), si además no es decorativo, no servirá de nada. No funcionará. Podemos vivir sin fe y sin razón, pero nunca sin adornos.