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The sandwich man (Robert Hartford-Davis, 1966) es una pasable cinta sobre un viudo londinense de los Docklands que se pasea con chaqué y sombrero de copa portando anuncios. Esta práctica comercial vejatoria se ha prohibido en algunos países, pero en la loca carrera por más dinero, esto es más ventas, más anuncios, más llamadas telefónicas latosas y más de todo, hemos pasado del continuo bombardeo de publicidad a la inmersión permanente en ella. Se inició con su progresiva inclusión en la televisión, el cine y los videojuegos, incluso en sesiones de pago, pero como nada es suficiente, se incorporan las marcas, antes cuidadosamente ocultas, en la propia trama. La cámara se detiene en el logo del portátil, en la marca de la bebida del protagonista, en su reloj, en su vehículo o en su cigarrillo que no cesa de fumar. Es la técnica comercial llamada product placement, nombre que preferimos al nuestro de publicidad por emplazamiento. El agente 007 ha sido un gran hombre anuncio, pero según Concave-bt, ‘No mires arriba’ es el largometraje del 2021 con más ingresos por publicidad por emplazamiento ($277 millones y 78 marcas), y en el 2022 cada una de las 100 primeras marcas obtuvo al menos $4,9 millones de rentabilidad. Los niños llevábamos el nombre bordado en una tira en la parte interior de la ropa. Ahora portamos las etiquetas de la marca, visibles, e incluso el nombre de otra persona en las gomas del calzoncillo y encima pagamos una fortuna por ello. Hemos llegado al absurdo de que, en vez de que nos paguen por escuchar publicidad, pagamos por no escucharla y aún así nos la dan hasta en la sopa. Publicidad incesante con inclusión de elementos ajenos a nuestra cultura milenaria, o a nuestra propia música. En los comercios nos inundan con canciones en inglés pese a que la inmensa mayoría no las entiende. Lo ajeno no se añade a lo propio sino que lo reemplaza. Perdemos libertad y autonomía. Nos han convertido en hombres anuncio.