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Cómo cada año por estas fechas alguien me pide que escriba a favor del pequeño comercio. Voy a hacerlo contando una historia real como la vida misma, la que vivió un matrimonio amigo de «edad escandalosa», como diría Josep Pla. Circunstancias muy poco habituales llevaron a mis amigos a tener que visitar una gran superficie. Pocos días antes a la señora le había llegado la tarjeta de compra del establecimiento pues la anterior –que apenas usaba– estaba más caduca que los valores del patriarcado, y ya me perdonarán. Para empezar no tuvieron en cuenta un detalle: la tarjetita de marras no estaba activada. Liberarla de su bloqueo electrónico les llevó media hora larga que transcurrió en el –por otra parte muy amable– Servicio de Atención al Cliente. Ya sin corsé bloqueador la buena dama se aprestó a comprar un artículo de cosmética. Debido a que el importe sobrepasaba la cantidad de 50 euros le fue requerido el PIN, el número secreto. Sin padecer en absoluto ningún trastorno cognitivo, la señora no tenía ni pajolera idea de la combinación de cifras, ni flowers. Nueva visita al servicio antes citado, pero esta vez con espera –previa obtención del oportuno ticket en una máquina con pantalla táctil– de casi una hora. La dependienta que les atendió se adentró con gran voluntad y presteza en el complicado laberinto informático que se ocultaba tras el insignificante trozo de plástico. Había que averiguar no solo la clave de compra, sino la de acceso a la propia tarjeta, que ninguno de los dos cónyuges había acertado a ver al recibirla. Aquello fue una batalla poco menos que épica, pero la solícita mujer entregó al fin la tarjeta –limpia de toda sospecha y con todos los números en regla– a la expectante pareja. Miraron el reloj: habían pasado 180 minutos sumergidos en aquel mareante enigma electrónico así que no les quedaba tiempo para adquirir nada, pues tenían hora con el especialista. Antes de abandonar el monstruoso establecimiento comercial la buena señora se dirigió a su marido:
–Por lo menos vamos a comprar el pan.
–Lo hicieron, claro, no sin antes tener que hacer cola ante otro artilugio electrónico que les proveyó del imprescindible ticket sin el cual la dependienta no les hubiese ni mirado de cara. No se rían, mejor compren donde siempre.