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Durante décadas, nuestros padres insistieron en el mantra de que debíamos estudiar. Conozco a bastantes personas de cuarenta o cincuenta años que se convirtieron, con esfuerzo y tesón, en los primeros licenciados universitarios de su familia. Era motivo de orgullo, aunque a algunos económicamente les fue peor que a sus parientes que se dedicaban a oficios tradicionales. En uno de esos movimientos pendulares del imaginario colectivo, durante estos últimos años hemos estado escuchando con insistencia la idea contraria: que en España sobran universitarios, que estudiar una carrera es casi una pérdida de tiempo y que lo que hay que hacer es convertirse en emprendedor, especialmente en el entorno del mundillo digital. A la hora de la verdad, sabemos que hay muy poca gente con la formación, el capital y la creatividad necesarias para sacar adelante un negocio propio de la nada. La mayoría prefiere la estabilidad y, según las tozudas estadísticas, todavía es más productivo llegar al nivel de los estudios superiores. Tanto es así, que los universitarios y quienes cursaron laFormación Profesional Superior tienen un veinte por ciento más de posibilidades de encontrar trabajo que quienes se quedaron atrás. Pero, aún más importante: sus salarios son un 72 por ciento mejores que los que se conformaron con la educación más básica. Siempre habrá quien pega el pelotazo, el futbolista que lo peta, la influencer que encuentra un nicho propio con éxito, el artista que todos desean, el escritor que la gente se rifa. Y quien se empeña en crear un negocio que acaba por triunfar. Pero a todos ellos, seguramente, les irá mejor en lo profesional y, sobre todo en lo personal, si siguen formándose. Es, aunque no lo parezca, un regalo.