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Tengo más preguntas que respuestas para casi todo, y para la mayoría de preguntas no tengo respuestas. Supongo que si no me dedicara a escribir (e incluso a opinar) en un periódico, eso no tendría mayor importancia. Quizá sea la contradicción que arrastro, como la imposibilidad de creer en lo que predica el cura de San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno. Y hay asuntos que me bloquean totalmente. Uno es la llamada ley trans, y que se llama en realidad Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos y de las personas LGTBI. Así, visto el encabezamiento del proyecto (de momento todavía no es ley pues se está debatiendo), nada que objetar. Es posible que no sea uno de los asuntos que más preocupen a la ciudadanía (bueno, en realidad eso me hace mucha gracia: tampoco en épocas de crisis debe ser lo que más preocupe a la ciudadanía el resultado de una competición deportiva, un fichaje, las cuitas de personajes de la farándula o una ‘movilización’ para que se cierre un chringuito ilegal), pero la ley trans      parece estar sacudiendo internamente una de las causas que siempre he tenido como mejor articuladas y que todavía merece ser contada como epopeya y con cierta épica, la del feminismo. Hasta el momento no he conseguido formarme una opinión sobre la ley trans (me haré un spoiler: tampoco lo habré conseguido al final del artículo) y atiendo opiniones de todas partes. Supongo que si escribo hoy de algo tan mundano en esta esquina es porque he escuchado por ahí unas opiniones del expresidente    Zapatero, que defiende que todo eso es un debate generacional, que la democracia se explica generacionalmente y que cada derecho abre la puerta a nuevos derechos. Y que ahora hay una generación nueva que tiene una visión distinta. Y, a lo que iba: confieso mi impotencia pero, de momento, no puedo opinar.