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Uno percibe que ya no es el que era cuando siente que el verano se ha convertido en una acumulación de excesos no deseados: calor, mosquitos, protección solar, coches, gente. Llegado el primero de julio, cualquier persona en su sano juicio se subiría a un avión rumbo a Reikiavik.

Pero no vamos a hacerlo porque, pese a todo, el verano nos encanta. Aguantamos sus salidas de tono, sus manías, su prepotencia, porque supo hacernos muy felices. Le debemos tanto. Por eso, porque nos sentimos en deuda, somos capaces de cualquier insensatez: esperar más de una hora por un taxi, tumbarnos al sol junto a desconocidos mientras los termómetros rozan los cuarenta grados, gastarnos la paga doble en cenas, parques acuáticos y excursiones a Cabrera.

Y es que el verano es el tiempo de la felicidad y ahora toca hacer felices a los pequeños de la casa. No lo saben pero, estas semanas, nuestros hijos contraen una deuda que, tarde o temprano, tendrán que pagar.