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El verano ha entrado de lleno en nuestras vidas y quien más quien menos ha puesto ya los pies en la arena y en el mar. La temporada vacacional ha abierto sus puertas de par en par, las playas se llenan de bañistas y al mismo tiempo que el clima y el tiempo libre nos invitan a salir al exterior, ligeros de ropa, nos llegan mil y un mensajes "algunos contradictorios" sobre lo que se debe o no hacer cuando exponemos nuestro cuerpo al sol, tras varios meses oculto bajo kilos de prendas.

Si a principios del siglo pasado, cuando las clases pudientes descubrieron los placeres de la playa, la piel bronceada era sinónimo de ordinariez "los ricos se mantenían blanquísimos, frente a los campesinos o pescadores, de piel tostada", en los sesenta y setenta, cuando se produjo el boom del turismo de masas, la moda impuso el exceso como norma. Hoy muchas de las personas que entonces eran jóvenes y se broncearon en exceso están pagando las consecuencias de su imprudencia.

Con la llegada del nuevo siglo "y el agravamiento de las condiciones meteorológicas mundiales, con el adelgazamiento e incluso desaparición de la protectora capa de ozono en algunas zonas del planeta" la sensatez se ha ido imponiendo y tanto médicos como medios de comunicación alertan constantemente sobre los efectos perniciosos de una excesiva exposición al sol. Toda esa información puede llegar a ser confusa y demasiada gente ha creído que, bien embadurnada de cremas protectoras, puede pasarse horas al sol. Nada más lejos.

Pese a ello, no hay que olvidar que el sol es beneficioso para el ser humano, siempre que se tome con las debidas precauciones. Basta sino ver cómo el ánimo se eleva con alegría en los lugares donde el sol brilla con descaro, inundando de luz y calor la existencia, frente a aquellos parajes oscuros y fríos donde apenas luce nuestra estrella.