Ha llegado el tiempo de las cerezas y los albaricoques, a los que tenemos ya en nuestros mercados. Las cerezas acostumbran a ser las más tempranas en dejarse ver y llamar la atención con su encendido y llamativo color rojo. Acostumbramos a acoger su presencia con satisfacción, dado que ambas frutas son especialmente gustosas y se prestan a disfrutarlas tanto de manera directa, como formando parte de agradables combinaciones. Desafortunadamente su presencia pronostica la del inminente calor veraniego, sin cuya amenaza estoy seguro que las recibiríamos con menos reticencia.
La cereza primitiva se considera un fruto silvestre originario del entorno del mar Negro y el Caspio, donde parece haberse consumido desde la más alta Antigüedad. Esos cerezos silvestres, adecuadamente cultivados, dieron frutos más dulces y de mejor calidad, logrados por los fruticultores de la colonia griega de Kerasous, acaso la actual Giresun del noreste de Turquía. Tras su conquista por los romanos, fue renombrada como Cerasus, proporcionando origen al nombre que se daría a la entonces legendaria ‘Perla roja’ del Asia Menor.
Allí las conoció el general romano Lucio Licinio Lúculo, sobrino de Quinto Cecilio Metelo el Baleárico, durante la primera o más probablemente la tercera campaña contra el persa Mitrídates VI. Lúculo que además de un brillante estratega militar, fue un gastrónomo distinguido, exigente y notablemente pródigo, quedó seducido por las novedosas y dulces frutas, tan diferentes de las silvestres y desabridas que se vendían en los mercados atenienses o romanos. Su complacencia fue suficiente para decidirle a llevarse setenta y cuatro de esos árboles a Roma, para cultivarlos luego en sus afamados Horti Luculani del Monte Pincio. Plinio El Viejo y el agrónomo gaditano Lucio Junio Moderato Columela, explican esta historia y apuntan su posible divulgación mediterránea a partir de la Urbe.
Lucio Licinio Lúculo
Es posible que desde allí llegaran a Mallorca, pero también podrían habérnoslas traído, acaso con más probabilidades, los agrónomos árabes tras la ocupación musulmana de la isla. Al fin y al cabo, sus sistemas de cultivo eran bastante más dados a la arboricultura de frutales que los horticultores romanos. Sean quienes fueron sus introductores, sabemos que en 1284 se cosechaban cerezas en una alquería de Puigpunyent llamada Ortalutx, Ortulutx u Hortalutx. Otro hito de su presencia en la isla es su mención por el franciscano renegado Anselm Turmeda (1355?-1423?). Las cita expresamente como frutas producidas en el idílico huerto ajardinado donde dialoga con una imaginaria representación de la isla de Mallorca, descrito en las Cobles de la divisió del Regne de Mallorca (1398).
Su continuidad en tierras isleñas nos la asegura su mención en los disparatados avatares gastronómicos de dos voraces y golosos criados de cierta casa mallorquina, en el setecientos. Sus andanzas incluyen un formidable atracón de tres arrobas de cireres cascavelles, acompañadas por más de tres docenas de requesones y dos cajas de turrón. Tal vez esas tentadoras cerezas cascavelles tomaran el nombre de las espléndidas ciruelas de la variedad denominada ‘mirabeles’, conocidas actualmente en tierras aragonesas como ‘cascabeles’.
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