En el amplio y variado mundo de nuestra repostería local de antaño, las coques ocupaban un lugar preferente y su papel era mucho más reconocido y popular que el de la ensaïmada. Eran el dulce por excelencia no solo de las fiestas familiares, sino también para solemnizar celebraciones sociales públicas de cierto relieve. También se recurría a ellas como un presente de respeto, ofrecido con motivo de onomásticas, agradecimiento por favores recibidos o dispensas de servicios extraordinarios. Ahora su presencia puede parecer un poco fuera de lugar en nuestras mesas, acaso porque su sencillez y moderado sabor, no les deja competir con dulces más vistosos y de gustos más complejos e intensos y amplios.
El listado de variedades existentes en el pasado en el área de lengua catalana va algo más allá de las dos docenas. Eso si nos limitamos a aceptar y reconocer la impagable tarea del Diccionari de Alcover y Moll que recoge con parvedad algunas de las que se hicieron. A Mallorca le corresponden ocho de ellas, pero una revisión de nuestros antiguos recetarios podría añadir a esa cifra un respetable y significativo número de variantes. Eso sin contar con las múltiples adaptaciones que cada madona, forner o cocinera, profesional o doméstica, haya podido imaginar y plasmar con sus respectivos conocimientos, ingenios y habilidades.
Esta próxima semana, el 3 de mayo, tendrá lugar la celebración de la llamada Festa de la Creu. La coca propia de la misma era la coca rosada, que como su nombre indica se caracterizaba por presentar un atractivo color rojizo. Lo debía, seguramente, a que se amasaba con sucre rosat o agua de rosas para aromatizarla, al tiempo que dotarla de un color distinto a las restantes pastas del mismo orden. Era de muy pequeño tamaño, apenas unos tres centímetros de diámetro y solo levantaba unos milímetros de grosor. Los comienzos de su presencia en nuestras mesas podemos remontarlos a 1661. Por esas fechas formaron parte de los modestos dulces con que los cartujos del monasterio de Valldemossa obsequiaron al obispo diocesano Pedro Manjarrés de Heredia, en la visita que les hizo con motivo de la fiesta de San Bruno.
Azúcar con tonos rosados.
El menú de la solemne ocasión, incluía además dos libras de confites de anís, otras tantas de calabazate y dos de congrets. Las vemos también en las últimas décadas del siglo siguiente. Para entonces eran habituales en las meriendas y refrescs ofrecidos por el Dr. en Ambos Derechos Lloatxim Fiol a sus invitados, mientras presenciaban el paso de las procesiones de Semana Santa desde su casa. Se las enviaba también por estas fechas u otras, como obsequio a sus dos hermanas, quienes habían tomado estado religioso en conventos de Ciutat.
Desconocemos su receta, cuya fórmula no figura en recetario conocido alguno. A cambio podemos imaginarlas haciendo las delicias de nuestros antepasados, mientras celebraban con unción las rituales y circunspectas fiestas religiosas del seiscientos mallorquín o las modosas y regladas veladas sociales de los tiempos ilustrados.
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