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Estamos en las fechas en que los tomates de nuestros mercados van siendo de cada vez mejores. Aunque en invierno disponemos de los cultivados en invernadero, si queremos disfrutar de un trempó fuera de temporada, ahora sus calidades se van acercando a un color, sabor y acidez más propios y menos agresivos. Que su presencia sea tan acostumbrada en nuestras mesas actuales, puede llevarnos a creer que han formado parte de nuestra alimentación desde tiempos antiguos, formando parte de la imaginaria dieta mediterránea donde hoy son uno de sus productos principales. En realidad, el prestigio y reconocimiento que ahora disfrutan son el resultado de un largo y accidentado trayecto que logró traerlos de América hasta Mallorca.

Sus variedades americanas primigenias de jitomate eran bien diferentes y por supuesto mucho menos atractivas que las actuales. A pesar de lo que ahora podemos considerar como inconvenientes estéticos fueron uno de los frutos que desde los primeros momentos llamaron la atención de los naturalistas y médicos europeos que informaron sobre la botánica del Nuevo Mundo. Sin embargo, al pertenecer a la familia de las solanáceas, al igual que la patata, fueron asimilados a plantas como la mandrágora, el beleño o la belladona, consideradas venenosas y de uso asiduo por los brujos en la Edad Media. Se ha aducido esta causa para justificar la causa de los recelos con que fueron acogidos inicialmente en todo el continente europeo.

Su uso como alimento en nuestra isla no se populariza antes de finales del siglo XVIII. Curiosamente no son mencionados entre los vegetales enumerados en 1740 por Monserrat Fontanet en su Art de Conró, donde sí aparecen, en cambio, los también americanos pimientos como cultivo isleño ya habitual. No obstante, los encontramos ya como de consumo corriente y regularmente accesibles para el gran público, como mínimo desde julio de 1764. Por esos años fueron ya un ingrediente común y adquirido de forma aparentemente no excepcional, ni costosa, por los palmesanos de entonces.

Su consolidación como alimento en nuestras mesas la confirma su presencia en las distintas copias manuscritas del recetario reunido por el agustino palmesano fra Jaume Martí (m. 1788). En ellas, además de intervenir en varias recetas como ingrediente, son los protagonistas de cuatro recetas de salsa de tomate, dos de las cuales aparecen en los ocho manuscritos conocidos de dicha recopilación. Una tercera, denominada salsa de tomàtiga a la moda dels caputxins, solo se encuentra en dos de ellos. La cuarta y última titulada salsa de tomàtiga per carn está solo en uno. En todos estos casos, el tomate se usa cocido, bien a la brasa o bien en el caldo de la olla y la salsa es posteriormente cocida y aderezada con varias especias. Estas opciones no descartan su consumo directo y como producto crudo, como recogen textos no mallorquines anteriores. Tal vez nuestros antepasados dieciochescos ya podían disfrutar de un trempó, pero solo en temporada.