La lechona es un buena apuesta para días de fiesta. | Andrés Valente

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Desde una muy temprana edad me gustaba la ciencia que hay detrás de una buena comida, aunque en aquel momento la palabra ‘ciencia’ no estaba en mi vocabulario. Alucinaba con que los trozos de carne que mi madre compraba en la carnicería podrían terminar como un estofado tan tierno y con un sabor tan rico, y quería saber lo que había detrás de la magia de cocinar. Los fines de semana me divertía mirando cómo mi madre y mis hermanas cocinaban.

Por Navidad, cuando había mucho más que hacer en la cocina, entraba en un estado de euforia cuando me dejaban ayudar, aunque fuera solo lavar los largos tallos de los puerros: fui un pinche enchufado y muy querido pero de décima clase. Bastante tiempo después llegué a ser un pinche de primera: estaba encargado de hacer las coles de Bruselas, un plato obligatorio en muchas casas británicas para las comidas navideñas. En aquellos días las amas de casa preparaban las coles de Bruselas de la misma manera: quitando las hojas marchitas, recortando el tallo y haciendo una pequeña cruz en el tallo, para así facilitar la cocción de las coles.

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Para entonces yo me había metido en los libros de cocina, sobre todo los de la cocina francesa y la italiana, y sabía de sobra que aquel cortecito en el tallo dejaba entrar mucha agua. De ahí que los británicos tenían fama de no saber guisar las verduras… siempre salieron saturadas de agua. Pues un fin de semana cociné las coles muy al dente y añadí un toque francés: las salteaba en mantequilla sobre un fuego moderado. Mi familia flipaba y no me pusieron una medalla de oro simplemente porque no había una a mano. Poco después pasé toda una mañana haciendo una minestrone, la sopa italiana de verduras y, en este caso, con judías blancas. Fue otro exitazo y ya era un aficionado a la cocina, aunque con un repertorio de poquísimos platos. Mi aprendizaje en la cocina empezó en serio cuando vine a Mallorca y pude entrar a toda vela en la inmensa y variada cocina mediterránea.

La carne del capón es de lo mejor que hay en el mundillo de las aves.

En Escocia, para Navidad siempre habíamos comido un capón al horno con un espléndido relleno italiano a base de los menudillos, bacon, jamón, pasas y perejil. La carne del capón es de lo mejor que hay en el mundillo de los aves, pero para mi primera Navidad en Mallorca no pude encontrar uno e hice algo inédito para mí: un faisán asado en mi nueva cacerola Le Creuset con nata, calvados y daditos de manzana salteados en mantequilla en mi nueva sartén de cobre. Es una receta de Normandía. Para mi segunda comida navideña ya iba en plan nostálgico: hice un tradicional rosbif con una pieza de chuletón de tres kilos. Estuvo en el horno a tope durante solo 50 minutos, con otros 15 minutos de reposo, y estaba perfectamente rosado.

Desde aquel momento decidí hacer un plato diferente cada día de Navidad. Muchas veces fueron platos con carnes que se emplean poco en la cocina navideña de la Isla, como pierna de cordero al horno (también asado durante 10 minutos por medio kilo), oca, trozos de jabalí, venado, cabrito, pero también lechoncito, cochinillo y cabrito. Pero fueron comidas con bastante estrés y después de unas décadas dejé la cocina navideña para los jóvenes. Es algo que contaré la semana que viene, pero el viernes, ya que no hay periódico el sábado 25.