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Llegar a Haití es complicado. Ya de por sí, antes del terremoto, lo era. Pero ahora, en pleno caos, lo es mucho más. Así que me monté el viaje por etapas. Primera, llegar a Santo Domingo desde Cancún, vía Miami.
Durante lo que duró mi escala en Miami llamé a Antonio Rodríguez El simio, amigo de años, más o menos de cuando era Dj. ilustre, y le pedí que me buscara coche y chófer, pues no era cuestión de alquilar uno y lanzarme solo a la aventura. Y así lo hizo, pues al llegar a Santo Domingo ya me tenía una jipeta -que es como llaman allí a los 4x4-, y a José, un dominicano de 20 años, ex camionero y con mujer y cinco novias.
Siguientes etapas
La segunda etapa consistió en llegar a la frontera dominicano-haitiana con los papeles en regla. Es decir, pasaportes y documentación del vehículo en la que se debía incluir permiso de salida de parte de quien te lo había alquilado, y demostrar que había pagado todos lo impuestos y que estaba exento de sanción alguna.
La tercera etapa era llegar a Haití. Y la cuarta, contemplar el paisaje después de la tragedia y buscar mallorquines y gente que estuviera vinculada con nuestra isla. Antes que nada, parada en el súper para hacer previsión de comida y bebida, y luego en la farmacia para comprar antidiarreico y Relec, el más potente, para espantar mosquitos.
El camino hasta la frontera es largo y complicado, sobre todo por cómo conducen los dominicanos y porque cada veinte o treinta kilómetros te para la policía para ver si te saca algo. Nosotros tuvimos suerte. Porque pronunciar la palabra periodista y darte luz verde, fue todo una. En la frontera sólo nos retuvieron una hora. El primer pueblo que te encuentras es Belladere, donde está destinado el guardia civil mallorquín José Antonio Martínez, que junto con otros compañeros vive en lo que fuera casa de un brujo ya fallecido. Mas al llegar allí, otro guardia nos dijo que había salido a patrullar. «Regresará por la noche», nos advirtió.
No pudimos esperarle, pues necesitábamos llegar a Puerto Príncipe antes de que anocheciera, más que nada para evitar a las bandas. Al menos eso es lo que los dominicanos de la frontera nos recomendaron: «No entren ahí de noche, es peligroso».
A partir de ese instante nos enfrentamos a cincuenta kilómetros de carretera sin asfaltar. En según qué tramos tenemos la sensación de que vamos navegando sobre un río de piedras. Desde Belladere hasta Puerto Príncipe, el panorama ha cambiado. Las casas son miserables, con techos de paja. Como no hay nada que hacer en ellas, sus moradores se pasan casi todo el día en la calle. Viven de lo que siembran, de alguna que otra platanera y de algo de tabaco y de carbón. Los niños, semidesnudos, corretean de un sitio a otro. Sus barrigas están hinchadas en señal de los parásitos que albergan en ellas.
Nos han contado que antes de los cinco años, uno de cada dos niños muere; que la mujer haitiana suele parir a los 13 años; que a los 20 ha dado a luz a seis o siete críos, de los cuales más de la mitad son de padres distintos; que la esperanza de vida no va más allá de los cuarenta años, que el 70 por ciento son analfabetos, que muy pocos hablan francés, solo creole, por lo que si preguntas por tal o cual dirección no te entenderán, o te dirán que es por allí o por allá, y allá tú si les haces caso, pues puedes dar la vuelta para regresar al mismo sitio.
La ciudad
Tras recorrer una especie de autopista que encontramos a unos 50 kilómetros de Haití, llegamos a esta ciudad. Es noche cerrada. Mucha gente en la carretera, muchos coches, mucho caos. José se las ve y se las desea para evitar choques con otros vehículos que tratan de abrirse camino en aquel océano de carrocerías en el que apenas se ve nada.
Preguntamos por el aeropuerto, y como nadie entiende, extiendo los brazos y planeo. Por fin uno comprende. Nos da una dirección. Llegamos a ella a la cuarta o quinta intentona. A través del móvil contacto con el bombero mallorquín Joan Rosselló. «Estoy en el hospital De Pernier, dentro de media hora me vienen a buscar y me llevan al aeropuerto, pero en la zona donde están las ONG».
Nos identificamos al policía haitiano de la puerta. Nos deja entrar. Nos deja aparcar. Nos deja ir a cenar a la cafetería... Volvemos a llamar a Joan y... «Os espero en el restaurante», nos dice. Llegamos al restaurante, y allí está Joan, quien ha recibido el relevo de Bernat Franco, otro bombero mallorquín. Y también me encuentro con otros tres mallorquines, Toni Bonet, Juan Enríque Díaz y Mario Verdú, miembros de la productora de televisión APASIB.
Habíamos llegado al caos y encontrado a quienes buscábamos. De haber estado Joan Torres conmigo, seguro que hubiera dicho que «el niño Jesús ayuda a quien se lo merece». De verdad, ni me creía que ya estaba allí. Y mucho más sin acreditación de ningún tipo. ¡Qué cosas, eh!