El base menorquín del Real Madrid Sergio Llull entra a canasta, durante el partido del Grupo F de la Euroliga de Baloncesto, disputado en el Palacio Vistalegre.

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Luis María Prada erraba consecutivamente tres tiros libres (era la época del 3x2) e ingresaba por derecho propio en la leyenda negra del madridismo. Corría marzo del 79 y el potentísimo Varese atrapaba un capital triunfo del mítico pabellón de la Ciudad Deportiva, vía insoslayable para disputar su décima final de Euroliga (entonces Copa de Europa) sucesiva, con desafiante baile incluido de Dino Meneghin desde la banda para celebrar tan reseñable logro. La incalificable actitud del legendario pívot transalpino abundaba en el advertido destino que casi siempre antes aguardaba a los exponentes españoles con el rival italiano de turno: la decepción.
Cantú maniató y acomplejó a cotas insospechadas las pretensiones de crecimiento del Barça, cercenando su trayecto continental en seis oportunidades en siete años (contabilizando un par de finales) entre los 70' y 80'. Cotonificio y Joventut padecieron también su particular drama en duelos con el pallacanestro y esporádicamente el Real Madrid, en sus inolvidables batallas con Olimpia Milán y el propio Varese, resultó airoso en la criba. Pero la situación global del baloncesto español refirió e incidió por aquellos tiempos en la psicosis italiana como una realidad asumida y casi inalterable.
Llegaron los triunfos de la Penya sobre Venecia en la Korac del 81' y respectivamente la Recopa blanca ante Milán en el '84 y Caserta '89 y la blaugrana contra Libertas Pésaro en '86. El síndrome transalpino se percibió aparcado, pero no superado en plenitud. Importantes derrotas prosiguieron viniendo. Pero el paso de los años ha sumido al otrora superior basket azzurro en la mayor crisis de su enaltecida historia. Actualmente, sus más grandes escuadras subsisten a duras penas. El Siena, una de las sociedades depotivas más antiguas de Italia, ha tomado el relevo y ocupa ahora el privilegiado espacio antes reservado por Bolonia, Milán, Varese, Cantú, Roma y años después Pésaro y Treviso. El grupo de Pianigiani subyuga en la Lega (tres scudettos seguidos) y anhela equiparar su participación internacional a la de sus antecesores, su asignatura pendiente.

Cita clave

Su desplazamiento a Madrid para enfrentarse al gran Real el pasado jueves auguraba opciones de aproximarse a esa grandeza pretérita. Y el desarrollo de la cita, en su grueso, vaticinaba un punto de inflexión al cielo europeo... hasta que los toscanos toparon con el menorquín más determinante y decisivo de todos los tiempos.
Sergio Llull (Maó, 1987), santo y seña del actual madridismo e ídolo de la grada blanca como en su día lo fueran Martín, Delibasic, Corbalán o Brabender por mencionar unos pocos mitos, apareció en el momento justo, e intangibles al margen, convirtió 17 puntos en los últimos 12 minutos de partido, un par de robos y triple final importantísimo también, y volteó un encuentro con evidentes connotaciones históricas (77-69). Ni Siena celebra su ascensión a la elite continental ni el Madrid se despide de ella y apurará hasta la jornada última para conocer cuartofinalistas.
«En la jugada final tenía varias opciones, pero intenté elegir la mejor para el equipo. Por suerte salió bien; fue un momento increíble», explicaba Llull tras tumbar al Siena en referencia a su enceste clave que permite a los de Messina superar el average a la escuadra toscana. «La victoria es muy importante, fundamental teniendo en cuenta la igualdad del grupo», agregó.
Prueba el tremendo brillo que desprenden sus prestaciones el absoluto quorum de la prensa nacional y extranjera al adjetivar su actuación contra Siena, catalogada de decisiva y proverbial. Y es que no por acostumbrado, el factor Llull, que otra vez rescató al Madrid merece menor reconocimiento.
El base mahonés concluyó desvelando que «el partido ante Siena marca un punto de inflexión en la marcha del equipo, tanto en la Euroliga como en la ACB». Producto de su juventud, no reparó Llull que con su aportación individual restañó a su vez viejas heridas en clave italiana, cuyo efecto, décadas después de los fallos de Prada y del humillante danzar de Il monumento Meneghin, se mantenía sin cicatrizar completamente.
Al margen, Llull, con su físico, calidad y corazón (uno de los pluses que más le diferencian), integra un círculo de imposible acceso para casi toda la humanidad. Un círculo abierto en su día en Minessota por Brabender, continuado en nuestras fronteras por Martín y Corbalán, con antesala en Emiliano y posterior escala en la balcánica Tuzla con Mirza Delibasic, la recóndita e idílica croata Sibenik (Drazen Petrovic), la fría lituana Kaunas del zar Sabonis y la serbia Zrenjanin de Dejan Bodiroga.
Gracias a Llull, Menorca integra desde un tiempo como parte de esa selecta lista de enclaves, cuna de ilustres baloncestistas. Ser el segunda ronda más caro de la NBA o el oro europeo con la selección resuenan como logros ya ancestrales para un Llull que redactó en la Euroliga un discurso de plenitud madridista. Resta superar al Maccabi. Y Llull, el increíble Llull, espera nuevamente su hora. Enterrado el error de Prada y el complejo italiano, es momento de hacer lo propio con el gigante israelí.